Carlos Granés: Disparate moralizante
Lo sorprendente de 'Emilia Pérez' no es que sea un despropósito, sino que opte a trece premios Oscar
El disparate puede ser un saludable antídoto a la solemnidad y a la pompa, una carcajada que desvela el trasfondo absurdo de la aventura humana, o incluso una ventana abierta que refresca una habitación apolillada. Si esa habitación es una sala de cine, el absurdo puede entonces ser una transgresión que renueva un género o un alarde de osadía que demuestren originalidad y genio. Con este material radioactivo se confeccionan chorradas inasumibles o imágenes reveladoras, y el resultado depende, en gran medida, del talento del director de turno.
En el caso de Jacques Audiard, que ha hecho películas interesantes, podía esperarse un uso creativo del dislate, una sorpresa ingeniosa. Pero su última obra es más bien lo contrario: una colección de exotismos enervantes e inverosímiles, que ni siquiera producen gracia porque su propósito no es divertir sino moralizar. Eso es ‘Emilia Pérez’, un disparate moralizante. La película aprovecha los clichés del México contemporáneo para contar la historia –con cantos y bailes– de un mafioso muy malo y muy macho que se somete a una operación para cambiar de sexo. Siendo esto rebuscado, apenas es el comienzo, porque la persona que despierta en el quirófano no sólo ha transformado su cuerpo sino su alma, y donde antes había un asesino ahora surge una mujer comprometida con las víctimas de la mafia. La beatífica Emilia empieza a sentir sentimientos y a hacer el amor con amor –el guion es un desastre–, a prodigar compasión y sororidad, y a ser la luz de esperanza en un país desahuciado. Con el pene se iba el mal: Emilia cambiaba su cuerpo para que cambiara la sociedad.
Lo sorprendente de esta película no es que sea un despropósito, sino que opte a trece premios Oscar. Su éxito sólo se puede explicar por el momento político en el que nos encontramos, donde gana fuerza una nueva derecha que le ha declarado la guerra al ‘lobby gay’ y a la ‘ideología de género’. Para estos tradicionalistas la sociedad es un organismo que debe protegerse de unas supuestas conductas insanas y autodestructivas de la comunidad LGBTI. Emilia Pérez dice lo contrario: es el combate a la hegemonía heteropatriarcal lo que purifica la sociedad.
Esta es una de las batallas culturales de nuestro tiempo, la que enfrenta al progresismo antioccidental y al tradicionalismo antiliberal. Si las teorías ‘queer’ y decolonial denuncian a Occidente como la cuna de todos los vicios sociales, e intentan, por eso mismo, subvertir todas sus categorías de pensamiento, el tradicionalismo defiende un Occidente de raíces católicas y repudia las conductas que debilitan el patriotismo o el ser nacional. Unas abominan de la globalización eurocéntrica que impone paradigmas blancos al mundo entero, el otro combate el globalismo político que resta poder a las naciones e impone agendas morales progresistas. Ambos bandos nos dejan exhaustos, empachados con un política exaltada y performática, de vuelo bajo, y una cultura convertida en un panfleto moralizante y disparatado.