Carlos Granés: fracaso ‘woke’
El mayor legado del 'wokismo' será haber despertado un movimiento orgullosamente reaccionario
La nueva moral progresista, lo que en el mundo anglosajón se conoce como ‘woke’, encarna una gran paradoja. Su propósito es defender la diversidad, la equidad y la inclusión, pero allí donde se instala genera división y discordia. Está ocurriendo en todas partes, no sólo en Estados Unidos, y la causa hay que buscarla en los principios o premisas de las que parte. Para el ‘wokismo’ el mundo se divide en opresores y oprimidos, y con sorprendente premura asume que el hombre blanco occidental es la encarnación de los primeros, y todas las otras razas e identidades minoritarias, de los segundos. Esta premisa, que se observa como una revelación axiomática o una verdad profética, convierte al ‘wokismo’ en una cruzada que no sólo intenta restituir a las víctimas y ayudar a las poblaciones marginadas, sino culpabilizar a sus opresores. El hombre blanco debe entonces reconocer un pecado de origen, su mal inherente, y purgarlo mediante la conversión religiosa. Es decir, despertando y adhiriéndose con fervor a las filas de los justicieros sociales.
Si el fanatismo religioso es irritante, más lo es este nuevo ardor laico, esta nueva causa progresista que no admite contestación ni duda, y que sacraliza conceptos que nada tienen de avanzados y mucho menos de izquierdistas: la raza, por ejemplo. Hasta no hace mucho, la gran causa de la izquierda era evitar que se juzgara a las personas por hechos contingentes, como el color de la piel, la orientación sexual o el lugar de procedencia, para que se tomara en cuenta lo importante, los valores y las capacidades. Ese propósito ha quedado sepultado y ahora es sólo lo primero lo que cuenta. La raza, el concepto más odioso, la forma más riesgosa de clasificar a los humanos, aparece ahora en todas partes. Y el resultado no es la inclusión y la convivencia, sino la partición del espacio público en función del origen étnico. Fiestas de graduación en las universidades yanquis sólo para asiáticos, negros o latinos; la prohibición de traducir los poemas de un negro si se es blanco; la sanción a una artista blanca que pintó a un niño negro. Sectarismo, delirio y odio.
Lo peor es que este celo absurdo por compartimentar las razas ha generado la reacción blanca, un renacer del nacionalismo de los señalados, que ahora salen del ‘closet’ a enfrentar a quienes los culpan de los males del mundo. Ese será el mayor legado del ‘wokismo’, haber despertado –a ellos sí– un movimiento orgullosamente reaccionario, no sólo ‘antiwoke’ sino enemigo de todas las conquistas sociales que los sectores liberales lograron en el último medio siglo. Es lo que encarna J. D. Vance, el autor ‘Hillbilly’, ese fresco de la clase blanca desahuciada, que Trump escogió como fórmula vicepresidencial y que seguramente agitará la batalla cultural que ha dividido a los estadounidenses. Ahí está el resultado de ese activismo que se tomó la educación, la prensa y la cultura yanqui: donde se exigió hablar de equidad e inclusión, acabó prendiendo el rumor de una guerra civil.