Carlos Herrera: Las memorias de Woody Allen
Cualquier persona medianamente ilustrada acerca del papel de Allen en diversos ámbitos culturales que trascienden a lo meramente local se preguntaría por la paradoja de que una persona que despierta reverencias y curiosidad –y algún que otro bostezo– y que se ha convertido en una referencia de su tiempo no encuentre editor para el libro de su vida, para unas memorias y reflexiones que a buen seguro harán las delicias de millones de seguidores. Las cuatro editoriales que han sido contactadas por el agente de Allen han rechazado editar el libro, tres de ellas sin haberlo leído, calificando la posibilidad de hacerlo como un «negocio tóxico».
Las razones hay que buscarlas en el poderoso movimiento feminista #MeToo. Esta suerte de inquisición que mezcla por igual denuncias verosímiles con otras absolutamente inciertas y que defiende a las mujeres que se han sentido víctimas de acoso ha puesto la proa a Woody Allen como consecuencia de la denuncia que interpuso la hija adoptiva en común con Mia Farrow, de nombre Dylan, que acusó a su padre de haber abusado de ella cuando contaba apenas diez años. La separación de Allen y Farrow, como es sabido, fue tormentosa. No compartían vivienda, pero, en los estertores de la pareja, Allen empezó una relación que hoy en día aún mantiene con Soon Yi, la hija adoptiva de Mia Farrow y su anterior marido. Aquello provocó un terremoto mediático sin precedentes y supuso el inicio de unas hostilidades por parte de Farrow que no se han privado de nada. Lo cierto es que a Dylan la investigaron diversos especialistas y todos concluyeron que esos abusos no eran contrastables, antes bien consideraron que existía mucha manipulación sentimental de la madre sobre la hija; ello, junto con la obviedad de que Allen jamás ha sido condenado y ni siquiera procesado por ello, no ha mitigado los ataques que el cineasta ha venido recibiendo desde el nacimiento y desarrollo de #MeToo. La situación se acerca peligrosamente al linchamiento público y supone, evidentemente, un claro desprecio a la presunción de inocencia, pero ello no consigue detener una cadena de desprecios a Allen como director por parte incluso de actores y actrices que han trabajado en otras ocasiones con él. En ningún rodaje nadie ha podido acusarlo de comportamiento inapropiado y, a pesar de ser muy investigado en este último tiempo, nadie ha podido evidenciar nada que merezca una condena.
Frente a casos más contrastados como el de Bill Cosby o Harvey Weinstein, a Allen solo le consta la denuncia de su hija Dylan. Evidentemente, en un escenario de caza de brujas y frente a poderosos enemigos vitaminados por el funesto (y muy americano) movimiento de la corrección política, tiene todas las de perder. Y así no quieren publicar sus memorias, como de la misma forma Amazon suspende la presentación y estreno de su última película, A rainy day in New York.
Es muy probable que Europa salga a su rescate. El Viejo Continente es un escenario en el que Allen se mueve a gusto: se sabe querido, respetado y valorado. Es fácil pensar que sus memorias sean publicadas en este lado del charco y compradas por los norteamericanos que lo siguen fieles, aunque sea de forma clandestina. También será en este lado donde dirigirá sus dos próximas películas. No pierdo la cabeza por ver una cinta del director judío nacido en Brooklyn, pero recuerdo con mucho agrado el día que lo descubrí en Sueños de un seductor, lo que me invitó a maravillarme con Annie Hall o Manhattan y después con La rosa púrpura del Cairo y Balas sobre Broadway. Seguro que hay otras obras maestras en su filmografía, pero yo me he quedado en las mentadas. Y espero ansioso que llegue alguna otra. Independientemente de la suerte que corra Allen con la hija de su expareja o con todos los miembros de la cacería organizada.