Carmen Beatriz Fernández: Chaleco salvavidas para la democracia venezolana
El último presidente venezolano en ser orador en la tribuna de Davos había sido Carlos Andrés Pérez, a principios de 1992. Expuso allí sus logros en términos macroeconómicos, después de haber sometido al país a un vigoroso programa de ajustes, ambiciosamente denominado “El gran Viraje”. Venezuela había experimentado en 1991 uno de los mayores crecimientos del mundo, casi un 10%, y Pérez lo contaba con orgullo en el Foro Económico Mundial. A su regreso a Caracas, esa misma noche, un 4 de febrero, se produjo un golpe de Estado. El golpe fracasó por la vía de las armas, pero la acción tuvo una amplísima visibilidad y dio a conocer a un oscuro teniente-coronel que asumió con gallardía la derrota. Su nombre era Hugo Chávez. Seis años más tarde, Chávez lograría por la vía de los votos lo que no había logrado por la vía insurreccional.
Casi tres décadas después, Venezuela vuelve a Davos de la mano de Juan Guaidó, que ha ido a Suiza a pedir un compromiso global con la recuperación de la democracia venezolana. En 2019, el PIB del país cayó casi un 20%. Entre la presentación de Pérez y la de Guaidó hay casi 30 años y 30 puntos de diferencia del PIB. Entre una charla y la otra, el chavismo ha campado por Venezuela. Cuando Guaidó dice en Davos que “no nos vamos a detener, pero solos no podemos: necesitamos hoy de su ayuda para recuperar la democracia en Venezuela”, lo que pide es que se cierre un ciclo que empezó en Davos y que, tal vez, podría empezar a terminar a raíz de Davos.
Ha transcurrido un año desde que Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional, fuera designado presidente interino, después de desconocer a Nicolás Maduro, cuya reelección fue fruto de unas elecciones sin los mínimos estándares de equidad electoral. Las primeras semanas tras su designación representaron un halo de esperanza para la sufrida sociedad venezolana, que abrazó a Guaidó como su salvador y le concedió unos niveles de aceptación popular superiores al 65%, un umbral hasta entonces inalcanzado en el país. La mayoría de la sociedad hizo suyo el mantra de Guaidó: “Cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres”. Un año después, con Maduro aún en el poder, las expectativas formadas en aquel momento se antojan desmedidas y el desempeño se juzga pobre.
Pese a todo, Guaidó es con diferencia el político más popular de Venezuela. Ha sido reelegido por sus colegas parlamentarios como presidente de la Asamblea y presidente interino hasta que se celebren unas elecciones libres. El régimen de Maduro ha incrementado su ferocidad y mantenido su incompetencia. Cinco millones de venezolanos exhiben sus penurias por el globo y el éxodo no cesa. La represión se acrecienta y enfila ahora a los diputados que el régimen no fue capaz de comprar, en un esfuerzo fallido por hacerse con el Parlamento nacional. El propio Guaidó, que tiene prohibido salir del país, tuvo que escabullirse por algún punto de la muy porosa frontera colombiana. Durante los últimos meses, la oposición a Maduro había perdido la capacidad de sorprender, actuando reactivamente en la mayoría de los casos. Con esta gira por el continente europeo, Guaidó sorprende y retoma control de la agenda.
“Sorprende y conquista”, reza la máxima del generalísimo ruso Aleksandr Suvórov, maestro de la doctrina bélica. La sorpresa está y Maduro ha acusado el golpe, pero una vez concluida la gira y apagadas las luces de este exitoso periplo internacional, ¿qué? El álbum de fotos de Guaidó de esta semana, que muestra el compromiso internacional y la cercanía con los líderes globales, previsiblemente se convertirá en su chaleco salvavidas una vez regrese a casa. Pero más allá de eso –y de los comunicados de solidaridad y las sanciones–, ¿qué puede hacer la comunidad internacional para conquistar la democracia en Venezuela?
Los 58 países que reconocen la legitimidad de Guaidó podrían proveer un “outsourcing electoral”, que tras una convocatoria de elecciones hecha desde la Asamblea Nacional y una vez renovado el árbitro electoral, ejecutase un proceso tendiente a desmontar el aparato de control social del voto, ligado al hambre, instaurado por el régimen venezolano; depurar el registro electoral; garantizar el derecho a elegir de los exiliados, y exigir la imparcialidad de las fuerzas armadas.
La solución no es convencional, como no es convencional el caso venezolano, pero se justifica porque de alguna manera la tiranización de Venezuela pone en jaque los valores democráticos globales. Si en un país que ha vivido dos generaciones bajo un régimen democrático, con alternancia electoral en seis u ocho campañas presidenciales, un puñado de felones puede arrebatar impunemente la democracia, el mensaje que se envía al resto de canallas del mundo es claro: barra libre.