Carmen Posadas – Absurdo
Una de mis teorías filosóficas favoritas sobre qué es la vida la expresó Albert Camus en su ensayo El mito de Sísifo. Como recordarán, Sísifo fue condenado por los dioses a un castigo eterno: empujar una descomunal roca montaña arriba a sabiendas de que, una vez en la cumbre, la roca caería rodando hasta el valle y a él le tocaría recomenzar su ordalía.
En El mito de Sísifo, Camus intenta responder a una cuestión que todos nos hemos planteado alguna vez: ¿la vida, de qué va, tiene sentido nuestra existencia? En una de sus frases más conocidas (y controvertidas), Camus llega a afirmar que no hay más que un problema filosófico serio: el suicidio. Según él, desde los albores de la historia, el ser humano ha intentado hallar explicación y encontrar sentido al dolor, la injusticia, la muerte e, incluso, la existencia misma.
El conjunto de nuestros afanes no son más que formas de matar el tiempo hasta que el tiempo nos mate a nosotros
Las personas creyentes encuentran consuelo en la religión, y bienaventurados sean porque de ellos es el reino de la esperanza. ¿Pero qué pasa con los demás, con los que han renegado de la fe o con los que nunca la han tenido? ¿Dónde encontrar sentido a todo esto? La vida tiene momentos luminosos, gloriosos, exultantes, ráfagas de plenitud, de gran felicidad. Pero tiene otros tantos de dolor, perplejidad, impotencia o desesperación y, sobre todo, de gran soledad.
De hecho, la soledad es nuestra más fiel compañera. Nacemos solos y morimos solos, sin que nadie nos pueda acompañar ni en estos ni en otros trances cruciales, como puede ser el dolor, pongamos por caso, por lo que toda nuestra vida es un perpetuo intento de entablar pactos, alianzas, momentos de intimidad y de plenitud con otras personas para olvidar que somos individuos y, como tales, estamos solos.
Vista así, la vida es un gran absurdo al que hay que sumar, además, que la única certeza que tenemos es que todos acabaremos igual, criando malvas. De hecho, puede decirse que el conjunto de nuestros afanes –sean buenos o malos: amar, triunfar, procrear, vencer, crear, seducir, ganar– no son más que formas de matar el tiempo hasta que el tiempo nos mate a nosotros. Por eso, son infinidad las páginas que se han escrito sobre la futilidad y el absurdo.
¿Por qué nos interpelan tan directamente las obras de Lewis Carroll o de Kafka? ¿Qué nos impele a buscar respuestas en Nietzsche o Kierkegaard; a estremecernos con Gógol, Valle-Inclán o Beckett, o a reír a carcajadas con Jardiel Poncela o Miura? Porque la vida es tal como ellos la retratan: absurda, incomprensible. Pero es la única que tenemos, de modo que qué otra cosa podemos hacer sino vivirla.
Si dejamos a un lado a los afortunados que tienen fe, el resto busca su particular modo de afrontar esta situación. Una vez Dios o alguna forma de trascendencia fuera de la ecuación, unos optan por el «Después de mí, el diluvio»; otros se convierten en adoradores de distintas deidades como el dinero, el éxito, el poder, o se ¡convierten en adictos a distintas drogas! No solo de las consideradas como tales. Los hay que se hacenyonquis del trabajo, del deporte, del culto al cuerpo, de las operaciones estéticas; se dedican a cosechar millones de likes en las redes, cuando no abrazan cualquier otro espejismo con tal de dar un sentido a su vida y/o buscar la inmortalidad.
Si alguna vez han tenido ustedes la sensación de que todo es absurdo, ridículo, disparatado, tal vez les interese conocer la receta que Camus daba para atajar este vacío existencial. Él decía que, si uno no es creyente, el truco está en convertirse en Sísifo. Es decir, perseverar ladera arriba igual que si hubiese un ser superior que juzga, premia o condena. Porque ser compasivo, generoso, entregado, es decir, ser bueno en el mejor sentido de la palabra y hacer lo que uno tiene que hacer, da sentido al sinsentido. O dicho una vez más en palabras del autor de El extranjero: «La vida no tiene sentido, pero hay que vivirla como si lo tuviera». Y a esta premisa suya, yo me atrevería a añadir que también hay que aprender a disfrutar del camino. Al fin y al cabo, hasta Sísifo en su ordalía seguro que más de una vez se dejó maravillar por una mañana radiante, por el canto de un ruiseñor o por el aleteo de una mariposa sobre su atribulada frente.