«A los que aún creen que la conquista de América fue una merienda de indígenas, un genocidio y un expolio, expongo aquí sintetizadas las opiniones varias de intelectuales que nos estudian desde el exterior. Teniendo en cuenta esto y otros muchos datos, fácilmente comprobables por cualquiera que tenga voluntad de hacerlo, cabe preguntarse: ahora que el Gobierno tan empeñado está en auspiciar el revisionismo histórico y el ajuste de cuentas con el pasado, ¿por qué no dedicarán esfuerzos a revisar también tan colosal patraña?»
Hace unos años, Jesús García Calero publicaba en la sección de Cultura del ABC un artículo con este sorprendente título: ‘Francisco Pizarro perdonó a su primera esposa inca que se enamorase de un paje y la dejó ir’. Según la historiadora Carmen Martín Rubio, autora de la investigación de la cual se hacía eco García Calero, Atahualpa, en signo de amistad hacia Pizarro, le entregó en matrimonio a su hermana, Quispe Sisa. La muchacha, a la que el español llamaba Pispita, que quiere decir alegre, simpática, trajo al mundo a dos hijos, Francisca y Gonzalo y tuvo mucho ascendente sobre su marido, al que ayudó en asuntos de Estado. Más adelante, Quispe Sisa se enamoró de un apuesto paje de nombre Francisco de Ampuero. Y ¿qué hizo entonces el atrabiliario y todopoderoso conquistador de Perú? No solo dar su bendición a la pareja sino también entregar a los recién casados una encomienda. Este episodio, que incluso resulta sorprendente hoy en día, solo puede comprenderse por algo acaecido unos años atrás, en 1514, una disposición legal poco conocida que, sin embargo, ha cambiado el curso de la historia. En ese año y tras la muerte de Isabel la católica su marido firmó una Cédula Real en la que disponía lo siguiente: «Es nuestra voluntad que los indios e indias tengan como deben entera libertad para casarse con quienes quisiesen, así con indios como con los naturales de nuestros reynos o españoles nacidos en las Indias».
En otras palabras, a principios de siglo XVI Fernando el católico legalizó los matrimonios interraciales, propiciando así uno de los fenómenos sociales más bellos e igualitarios que se conocen, el mestizaje, único antídoto eficaz contra la xenofobia y la discriminación. Como unos tienen la fama y otros cardan la lana, cabe señalar que la despenalización de los matrimonios interraciales no se produciría en Estados Unidos hasta bien entrado el siglo XX, en concreto en el año 1967, y en Sudáfrica en 1985. Si esto resulta sorprendente no lo son menos otros dos datos que se desprenden de la lectura del antes mencionado artículo de ABC y que también han quedado ocultos bajo ese tan pesado como injusto manto de oprobio que es la Leyenda Negra. La mestiza hija de Pizarro y Quispe Sisa, doña Francisca Pizarro Yupanqui recibió la más esmerada educación en el palacio de su padre. Más adelante, tras la muerte de su progenitor, Francisca viajó a España, donde vivió rodeada del cariño de su familia paterna y se casó dos veces. La primera con su tío Hernando Pizarro, la segunda a los cuarenta y seis años de edad con un hombre mucho menor que ella, Pedro Arias Portocarrero, hijo de los condes de Puñoenrostro. El matrimonio se trasladó a la corte de Felipe II, donde Francisca, que era de gustos refinados y muy dada al lujo, logró dilapidar parte de su inmensa fortuna. ¿Una mestiza, una hija de indígena en la corte de Felipe II? El dato tal vez sorprenda a un lector actual pero no sin embargo al soberano en cuyos dominios no se ponía el sol. Años atrás, Hernán Cortés había logrado que Carlos V nombrara a su mestizo hijo Martín, de siete años, caballero de la Orden de Santiago. Martín Cortés Malintzin, cuya madre era la Malinche, la indígena que ayudó a Cortés a vencer a Moctezuma, una vez llegado España con su padre, no tardó en convertirse en compañero de juegos del entonces adolescente Felipe II.
Matrimonios interraciales casi cinco siglos antes que en los Estados Unidos; movilidad social, tolerancia racial; mujeres mestizas que manejan su propia fortuna… A estos datos, fácilmente comprobables, pueden añadirse otros también preteridos como que, en 1521, el tan denostado Hernán Cortés fundó el primer Hospital de Nueva España y poco después el Hospital Real de Naturales completamente gratuito en el que ofrecía a los nativos atención trilingüe (sic). O el hecho de que, apenas cuarenta años después de la llegada de Colón, en Santo Domingo se fundara la primera universidad americana (y cien años antes, por cierto, que la de Harvard). En ella, como en muchas de las treinta y dos universidades diseminadas por el continente -amén de facultades habituales entonces como Teología, Derecho canónico, Derecho civil, Medicina y Arte− era posible estudiar también lenguas indígenas. «¿En qué universidad de Norteamérica se estudiaba en el siglo XVI el idioma de los sioux, los apaches o los navajos?» -se pregunta el autor de un ensayo sobre la leyenda negra que, con el provocador título de ‘Madre Patria’, tiene la particularidad de estar escrito por un hispanoamericano, Marcelo Gullo Omodeo, doctor en Ciencias Políticas por la universidad de Buenos Aires. Él, al igual que diversos hispanistas e intelectuales del mundo anglosajón o francófono, como Hugh Thomas; John Elliott; Charles F. Lummis; Herbert E. Bolton; Robert Goodwin; Jacques Maurice; Edward Malefakis se maravillan de un fenómeno único en la historia: el hecho de que la Leyenda Negra no solo no sea refutada por nosotros sino entusiásticamente asumida.
En la actualidad, y por fortuna, son muchos los estudiosos que intentan desmontar este monumental equívoco histórico construido a lo largo de los siglos con ingredientes que son de sobra conocidos: las buenas intenciones de gentes como Bartolomé de la Casas que sirvieron para que, valiéndose de ellas, potencias entonces rivales como Inglaterra o Francia construyeran muy bien trabadas falsedades; intereses comerciales de esas mismas potencias en el Continente americano, donde se dedicaron a practicar el divide y vencerás; un rey felón como Fernando VII, que ocupó el trono de España en un momento especialmente crucial de su historia; y, por fin, el ingrediente más letal de todos: esa particularidad tan española de tirar piedras contra nuestro propio tejado.
A los que aún creen que la conquista de América fue una merienda de indígenas, un genocidio y un expolio, aquí van sintetizadas las opiniones varias de los antes mencionados intelectuales que nos estudian desde el exterior: «La razón por la que no le hemos hecho justicia a los exploradores españoles es, sencillamente, porque hemos sido mal informados». «La realidad es que, no solo fueron los conquistadores del Nuevo mundo, también los primeros civilizadores». «Lo más asombroso de la gesta española en América es el espíritu humanitario que de principio a fin caracterizó a sus instituciones». «En las colonias inglesas el único indio bueno era el indio muerto. En las españolas en cambio se pensó que había que formar a los nativos para esta vida así como para la otra».
Teniendo en cuenta estos y otros muchos datos, fácilmente comprobables por cualquiera que tenga voluntad de hacerlo, cabe preguntarse: ahora que el Gobierno tan empeñado está en auspiciar el revisionismo histórico y el ajuste de cuentas con el pasado, ¿por qué no dedicarán esfuerzos a revisar también tan colosal patraña?