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Carmen Posadas: Anomia

Hace unas semanas, Nicolás Melini publicó en Zenda un artículo que me ha parecido muy interesante y revelador sobre la llamada ‘anomia’, que según el diccionario es «el conjunto de situaciones que derivan de la carencia de normas sociales o su degradación». Argumenta Melini que, al igual que ocurrió con la caída del Imperio romano, la crisis de Occidente está produciendo miedo y un cierto vértigo que nosotros intentamos paliar con un exceso de moral. Una moral sobreactuada e irracional que explicaría el auge, tanto en la derecha como en la izquierda, de postulados religiosos extremos.

En el caso de la izquierda, esa nueva religión laica se llama ‘corrección política‘ y hace que sus sumos sacerdotes (que como dato curioso no tienen nombre ni apellido, sino que son entes difusos) ‘cancelen’ a todos aquellos que se atrevan a mostrarse en contra de su doctrina. Esta neorreligión, intransigente e iconoclasta como la que más, es la que propugna –y consigue– que se modifique la obra de escritores, según ellos, homófobos, feminófobos y racistas como Agatha Christie o Roald Dahl. También, y como ocurrió días atrás, que se despida a la directora de una escuela por enseñar a sus alumnos material pornográfico. ¿Su pecado? Mostrar en clase una foto del David, de Miguel Ángel.

El ciudadano que sufre de anomia busca orden y, por tanto, líderes carismáticos. Caudillos que, como Trump, prometen ‘proteger’ los valores que echan de menos

En cuanto a la derecha, por su parte, la antes mencionada anomia hace que se busque refugio en creencias religiosas y en opciones políticas de corte ultraconservadora. En Europa, el fenómeno se traduce en el auge de la extrema derecha, incluso en países tan vertebrados como Suecia o Francia (eso por no hablar de Italia o de varios países del Este). En este momento se estima que este tipo de partidos acapara uno de cada seis votos en el Viejo Continente.

Al otro lado del Atlántico, el fenómeno es aún más notable. En los Estados Unidos, los partidarios de Trump funcionan como una secta, mientras que en Hispanoamérica los evangelistas están tomando literalmente el continente con sus postulados ultramoralistas. Según estimación de The Economist, se calcula que en varios países, incluido Brasil, se convertirán en la religión dominante a principios de la década del treinta, con las repercusiones políticas que este hecho entraña. Porque uno de los efectos inmediatos de esta exacerbación de la moral, tanto de izquierdas como de derechas, es que el ciudadano que sufre de anomia busca orden, referentes y, por tanto, líderes carismáticos. Caudillos que, como Trump, prometen ‘proteger’ los valores que sus votantes echan de menos en una sociedad que consideran a la deriva. Una sociedad en la que hay buenos y malos y, por tanto, aquel que no está conmigo está contra mí. Circunstancia, por cierto, que es un verdadero filón para políticos irresponsables, como bien sabe Pedro Sánchez, que ha hecho de sus mantras «¡Franco vive!» y «¡Vuelven los fascistas!» la piedra angular de su estrategia electoral.

Porque otro efecto colateral de la aporía de la que hablamos es una búsqueda de identidad. La gente necesita identificarse con algo, sentirse parte de un grupo bien definido y cohesionado y, cuanto más sencillos y básicos sean los postulados de ese grupo, mejor. Nada de grandes pensamientos filosóficos e ideas complejas; con dos o tres eslóganes simplones como: «Hagamos a América grande de nuevo», «Comunismo o libertad» o «Que vienen los fachas…», basta y sobra. Habrá quien se asombre de que en la era de la inteligencia artificial, en el momento de la historia con más alto índice de alfabetización de todos los tiempos y deslumbrantes avances científicos y médicos, la sociedad occidental esté cayendo en actitudes tan primitivas como la polarización extrema o el puritanismo, así como en una necesidad de líderes políticos caudillistas y charlatanes más propios del pasado. Pero, como apunta también Melini, estos fenómenos no son consecuencia de la decadencia de Occidente. Al contrario, es la decadencia la que los propicia. Por anomia. Es decir, por carencia de normas sociales o su degradación. También por el miedo que produce no tenerlas y que genera intransigencias, ya sean de izquierdas o de derechas, pero igualmente peligrosas.

 

 

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