Carmen Posadas: ‘Camas y famas’
¿Les he hablado ya de mi rendido amor por Daniel Samper Pizano? Es uno de los hombres más inteligentes y divertidos que conozco. Pertenece a esa menguante clase de personas con las que lo mismo uno puede hablar de Faulkner que marcarse un vallenato o tumbar un par de margaritas sin despeinase. Con la misma deliciosa mezcla de humor y erudición con la que habla escribe libros tan ‘imperdibles’ como Si Eva hubiera sido Adán: una versión risueña de la Biblia o Breve historia de este puto mundo, el libro de historia universal en broma más vendido de los últimos años en español. Ahora acaba de publicar Camas y famas (las más raras y genuinas historias de amor), que me ha hecho mucho más cortas las horas de este caluroso verano. Como él mismo dice en el prólogo, las suyas son historias poco conocidas. Aquí no encontrarán ustedes los amores de Romeo y Julieta ni los de Paris y Helena en el bando de las pasiones de ficción; tampoco los de Eduardo VII y Wallis Simpson o Sissi y Francisco José en el de los amantes de carne y hueso. Y por dos razones. La primera, porque se trata de historias archisabidas, la segunda, porque son, según sus propias palabras, demasiado bipolares. Entre ellas nunca encontramos un trío, un cuarteto y rara vez un amor eterno entre homosexuales. En Camas y famas, en cambio, los amores son, como en la vida real…, muy raros. ¿Sabían ustedes, por ejemplo, que el amor por ese petimetre insufrible llamado Alfred Douglas que tan caro iba a salirle a Oscar Wilde, era en realidad un cuarteto? El autor de El retrato de Dorian Grey jamás habría pisado la cárcel si se hubiese decantado por cualquiera de las otras dos personas en el mundo que más lo amaban y a las que él amaba también. La primera, su admirable esposa Constance, que le perdonó mil infidelidades y extravagancias; la segunda, Robert Ross, amigo y amante hasta la tumba. Y en el más literal sentido de la palabra, porque cuando Wilde murió solo y arruinado en París, fue Ross quien erigió para él un espléndido monumento funerario en el famoso cementerio Père-Lachaise, reservándose para sí un pequeño nicho que les permitiera yacer juntos por toda la eternidad. Como el libro va de amores raros, mención de honor merecen los de Honoré de Balzac. Yo no sé si Freud se interesó alguna vez por el autor de La comedia humana como objeto de estudio, pero lo que él llamó ‘Complejo de Edipo’ podría haberse llamado, tranquilamente, ‘Complejo de Honoré’. Balzac tuvo una de esas madres ausentes, elusivas, impenetrables. Y como no podía enamorarse de ella, porque nunca estaba, se enamoró de la mejor amiga de mamá. Y empezó a pedirle cosas que uno suele pedir a una madre: que lo cogiera en brazos, que lo bañase, que le diera el pecho, lo que no tendría nada de particular si no fuera porque Honoré tenía entonces… veintitrés años. Para hacer las delicias de Freud, todas o casi todas sus numerosas amantes (y eso que Balzac era uno de los hombres más feos, peludos y sucios que imaginarse pueda) fueron mucho mayores que él. Como le ocurrió también a Grigori Potemkin y su fogosa amante, Catalina la Grande, y a otros varios amantes de los que se habla en este delicioso libro. Por sus páginas desfilan, por ejemplo, Bellas y Bestias como Mae Coughlin y su amantísimo marido Al Capone. Amantísimo sí, porque Capone podía ser brutal con el resto del mundo, pero fue a la vez el más admirable y entregado padre y esposo. Por las páginas de Camas y famas desfilan otros muchos amores, todos raros en el mejor sentido de la palabra. Amores reales, habría que decir, porque lejos de los tópicos al uso, aquí casi nadie es lo que parece. Ni siquiera la devorahombres e incestuosa Lucrecia Borgia que… Pero ya no les cuento más, se divertirán mucho más leyendo el libro. Se lo recomiendo especialmente en estas fechas. Les servirá para alegrar la inminente llegada de septiembre, que –con permiso de T.S. Eliot, y como sabe cualquier hijo de vecino que ha de volver a la realidad después de unas largas vacaciones– siempre ha sido el mes más cruel.