Gente y Sociedad

Carmen Posadas: Chupópteros de la vida ajena

Mi trabajo es individual, nunca he trabajado en una empresa con jefes y compañeros. Y me alegro, porque me doy cuenta de que soy carne de cañón para gente tóxica. Hablo de ese tipo de persona cuyo deporte favorito es hacerle la vida imposible a los demás y que, en caso de ser un jefe o un compañero de trabajo, a uno no le queda más remedio que sufrirlo a diario.

Existen distintos tipos de personas tóxicas. Están los victimistas, que responsabilizan a los demás de su mala suerte y, a través de la pena, manipulan y distorsionan hasta conseguir lo que quieren. Los hay negativos, que critican, malmeten y logran contagiar al resto su mala  índole. Existen luego los narcisos, tan ombliguistas ellos que piensan que el mundo gira a su alrededor y todo les es debido. Por supuesto están los insidiosos, expertos en contar mentiras que siempre redundan en su favor, y, por inverosímiles que sean sus trolas, acaban saliéndose con la suya. Y por fin están los que son un compendio de todas estas lindezas.

 

Una persona tóxica es capaz de colarse en la vida de cualquiera sin que su víctima se dé cuenta. La invade, la parasita…

 

Según los sociólogos, una persona tóxica es «alguien profundamente inseguro y egotista que necesita tener una víctima cerca para entablar con ella una relación absorbente que le permita descargar sus frustraciones y sentirse importante». Son, por tanto, gente que, como no puede destacar por algo positivo, decide hacerlo por lo negativo, lo conflictivo que, al fin y al cabo, también es una forma de sobresalir. Su táctica es simple, pero eficaz. Como son manipuladores natos, al principio suelen mostrarse encantadores, generosos, serviciales, hacen todo tipo de favores, pero solo para utilizarlos más adelante como moneda de cambio: «¿Cómo que no estás dispuesto a ayudarme? Pero si yo he hecho por ti tal cosa y tal otra, ahora es tu turno…».

Una persona tóxica es capaz de colarse en la vida de cualquiera sin que su víctima se dé cuenta. La invade, la parasita, sobrepasa continuamente los límites tanteando hasta dónde puede llegar y cada día se atreve a más. En la adolescencia tuve una amiga así y tardé mucho en caer en la cuenta. Mis  compañeras de clase, en cambio, lo notaron enseguida y, como se llamaba Cristina, me cantaban eso de «María Cristina me quiere gobernar». Aun así, yo estaba convencida de que era la persona más generosa, más detallista y más atenta del mundo; era obvio que me apreciaba tanto que no podía dar un paso sin mí.

Poco a poco Cristina llegó a convencerme de que el resto de las chicas no me convenía. «Son unas envidiosas –decía–. No les hagas caso, tú y yo nos bastamos». Cuando por fin consiguió aislarme de todas, cuando ya éramos, según ella, «tú y yo contra el mundo», de pronto cambió. Se volvió controladora, insaciable, exigía favores imposibles, malmetía contra mis padres, contra mis hermanos. Al año siguiente, la cambiaron de colegio y, por fortuna, logré perderle la pista, pero me costó recuperar mi vida de antes.

Así actúan las personas tóxicas, y lo peor es que no siempre son seres circunstanciales en nuestras vidas; pueden ser un marido, por ejemplo, una esposa o un hijo incluso y, en ese caso, lidiar con ellos es más complicado, pero, aun así, hay fórmulas. La más común es la que los gringos llaman grey rocking y consiste en volverse una roca, es decir, inaccesible a sus avances, ignorar sus provocaciones, volverse despistado, despegado, ausente. Parece una solución tonta, pero funciona, porque lo que más irrita y descoloca a una persona tóxica es que no le hagan caso, que la ignoren, ver que su víctima pasa de ella en quinta. Al fin y al cabo, lo que reclama es atención y, si no la encuentra, la buscará en otra parte.

Obviamente, no hay soluciones infalibles y a veces esa persona se vuelve aún más insoportable para hacerse presente, pero, a la larga, si no recibe estímulo, acaba por cansarse. Me hubiera gustado conocer esa táctica de niña cuando tenía a Cristina convertida en mi oscura sombra, pero al menos gracias a ella aprendí a detectar a tiempo este tipo de  sanguijuelas. Y es importante verlas venir porque, tal como ocurre con esos  resbalosos e implacables hirudíneos, a los chupópteros de la vida ajena, una vez que se enganchan, resulta difícil, y también muy doloroso, arrancárselos.

 

 

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