Carmen Posadas: Coherencia en la infamia
Donald Trump es para mí una perpetua fuente de aprendizaje sobre la condición humana. Encarna tantos defectos nuestros que resulta fascinante estudiarlo. Semanas atrás, cuando le dio por pelearse con todos sus pares del Primer Mundo mientras se abrazaba con su nuevo amigo, Kim Jong-un, apareció otra noticia suya que no sorprendió a nadie. La fiscal del Estado de Nueva York acababa de demandar al presidente y a sus hijos Donald, Ivanka y Eric acusándolos de haber utilizado ilegalmente la Fundación Donald Trump, una organización destinada a obras de caridad, como ‘chequera’ para recaudar fondos para sí mismos. Por lo visto, el dinero que reunían, supuestamente, para personas desfavorecidas y para proteger animales acabó financiando (hablamos de 2,8 millones de dólares) la campaña electoral de 2016.
¿A que lo que lee solo le produce a usted un bostezo o, todo lo más, un «bah, no me extraña, él es así, cosas de Trump»? Y no le falta razón porque ¿qué tiene de extraordinario que Trump se quede con el dinero que recauda para caridad? ¿Cómo nos va a extrañar que lo haga, después de saber que los rusos lo ayudaron a llegar a la Casa Blanca y de que media docena de mujeres lo han acusado de acoso sexual sin que pase absolutamente nada? Podría argumentarse que su inexplicable impunidad se debe al cargo que ocupa y, sin embargo, sabemos que no es así. Richard Nixon cayó víctima de un impeachment por mentir la mitad de la mitad que Trump, mientras que bastó un único escándalo sexual para casi descabalgar a Clinton en tiempos mucho menos sensibles a los delitos de cintura para abajo.
Podría argumentarse también que su patente de corso se la proporciona la tan traída y llevada posverdad. Y sí, no cabe duda, Trump es un malabarista de las noticias falsas, un virtuoso del «donde dije digo, ahora digo Diego». Pero creo que, por encima de toda esta indudable maestría para retorcer la realidad, se esconde otro fenómeno casi más interesante, uno que he podido observar también en otras personas y al que podríamos llamar ‘coherencia en la infamia’. Es algo que me sorprende desde hace tiempo. ¿Por qué a algunas personas se les toleran todo tipo de tropelías, mentiras, trampas, mientras que a otras, ante la primera e insignificante falta, el mundo entero se rasga profusamente las vestiduras? Esta es mi teoría al respecto. Cuando uno es un egoísta de tomo y lomo, un mentiroso redomado o un impenitente tramposo, nadie se sorprende de que se comporte como tal.
Sin embargo, cuando es una persona recta, alguien que intenta hacer las cosas bien quien un día (y el que esté libre de culpa que tire la primera piedra) cuenta una mentira o comete una pequeña falta, todo el mundo lo condena de inmediato. ¿Por qué? Simplemente, porque ha actuado uno de modo distinto del esperado, porque ha ‘traicionado’ la idea que todos tenían de él, tan bueno, tan íntegro, tan intachable y no hay nada más imperdonable que la desilusión. Es algo así como sorprender a un miembro del Ejército de Salvación robando en un supermercado.
Por eso los miserables pueden ser miserables todo el tiempo y no pasa nada, porque es lo que se espera de ellos, pero la gente buena no puede dejar de serlo ni un minuto y no hay perdón. Curioso fenómeno realmente que en política tiene sus paradójicas y más que obvias manifestaciones. De ahí que no a todos los partidos se los mida por el mismo rasero y se exige mucho más a los que presumen –con razón o muchas veces sin ella– de honradez, de transparencia, de coherencia. Trump nunca presumió de honradez ni transparencia; es más, desde el principio se negó a hacer pública su declaración de la renta, por ejemplo. En cuanto a coherencia –o, mejor dicho, incoherencia– él ha hecho de ella una virtud. Su política es tan errática que nadie le pide cuentas. Ha incumplido todas y cada una sus promesas electorales (algunas por fortuna), pero a quién le importa. «Cosas de Trump», decimos, y pasamos la página del periódico para censurar a continuación a otros mandatarios que hacen todo lo posible por no caer en la coherencia de la infamia, sin sospechar siquiera lo útil que puede llegar a ser.