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Carmen Posadas: Comprar el décimo

Siempre me ha interesado ese fenómeno al que llamamos ‘suerte’. Según el Diccionario de la RAE, suerte es «la circunstancia de ser, por mera casualidad, favorable o adverso a alguien o algo lo que ocurre o sucede». Leo esto lo menos tres veces y me cuesta entender de qué rayos habla. Será, quizá, porque la suerte es ya de por sí incomprensible. También caprichosa, voluble, escurridiza, veleta, perversa, carcajeante y, por supuesto, completamente injusta.

¿Por qué favorece a unos y condena a otros? ¿Por qué algunos nacen con estrella y otros estrellados? ¿Se puede convocar a la buena suerte? ¿Y neutralizar a la mala con algún tipo de encantamiento o conjuro? Todos sabemos que no, pero, como dice el escritor Martín Caparrós, la suerte es un poder sin contrapoder y una religión sin ateos. Todos creemos en ella, incluso los que no creen en nada. Les pondré un ejemplo que siempre me ha dejado perpleja.

Más o menos desde el mes de agosto se forman ante el despacho de lotería de Doña Manolita interminables colas para adquirir billetes para la lotería de Navidad. De los miles y miles de personas que pasan horas al sol de agosto y meses después tiritando bajo las lluvias de noviembre o diciembre, díganme ustedes: ¿ninguna sabe que el billete que compre en Doña Manolita tiene exactamente las mismas posibilidades de ser premiado que el que pueda comprar en el bar de la esquina o a su cuñado? Por muchos estragos que hayan hecho los sucesivos planes de estudios de este país, hasta un niño de doce años está enterado de que, lo compre donde lo compre, las probabilidades son las mismas. Pero la suerte es la suerte y, como Doña Manolita da más premios gordos que nadie (y obviamente los seguirá dando por el volumen de ventas), la gente prefiere comprarlo allí.

Y luego están las supersticiones. Gente perfectamente culta y racional que va por la calle sin pisar raya, no sea que se le tuerza el día; estudiantes sensatísimos que se pasan horas tratando de encontrar en la fachada de la Universidad de Salamanca la ranita que asegura que aprobarán sus exámenes; empresarios con dos carreras y tres másteres que no olvidan nunca ponerle perejil a san Pancracio… Quien esté libre de creer que por hacer cosas absurdas puede evitar un mal o alcanzar tal bien que tire la primera piedra. Y da igual que, una vez realizados todos los sortilegios, el resultado sea adverso; la próxima vez recurriremos de nuevo a ellos porque (lagarto, lagarto) a ver quién es el guapo que se atreve a tentar a la suerte. ¿Quiere esto decir que todo es azaroso, caprichoso y nosotros, pavesas a merced de a saber qué vientos o carcajeantes deidades? Les diré lo que yo creo –o me gusta creer– con respecto a la suerte.

Creo que la mala suerte existe y no hay nada ni nadie que pueda modificarla. Si paso por delante de un edificio en el preciso momento en que al vecino del quinto se le cae una maceta, esa es pésima suerte de la que no se libra uno. Pero, en cambio, creo que la buena suerte sí puede invocarse, propiciarse. Procurando estar en el momento oportuno en el momento adecuado, por ejemplo; rodeándose de personas positivas y no de cenizos; teniendo una actitud optimista y no derrotista o, dicho de otro modo, comprando el décimo. ¿Recuerdan aquel chiste de Eugenio en el que un tipo va todas las mañanas a rezarle a la Moreneta?

«… Por favor, por favor, virgencita, estoy muy necesitado, tengo muchas deudas, haz que me toque la lotería». Y así una semana y otra y luego un mes y otro más y, más tarde, todo un año hasta que un día la Moreneta se harta y va y le diu: «Vale, ‘pesao’, concedido. ¡Pero al menos compra el décimo!». Pues eso. Si quiere uno que ese ente caprichoso, voluble, veleta, escurridizo, perverso, carcajeante y, desde luego, completamente injusto que es la suerte le favorezca, tiene que poner de su parte y comprar el décimo. Por eso, ahora que dentro de nada tendremos a los niños de San Idelfonso dándonos la mañana con su letanía de números y premios, aquí va mi consejo. Que este año compren ustedes dos tipos de décimos. El de Doña Manolita (o el del bar de la esquina, que para el caso viene a ser lo mismo) y luego el otro. El de la Moreneta del chiste. Porque ese sí que toca siempre.

 

 

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