Carmen Posadas: El mejor cómplice
En 1930, con más de sesenta años, Laura Ingalls publicó La casa de la pradera, en la que contaba sus vivencias como hija de pioneros en el Medio Oeste de los Estados Unidos. Algo similar a lo que, salvando todas las distancias literarias que ustedes quieran, hicieron con las suyas Isak Dinesen en Memorias de África, Rudyard Kipling en Algo de mí mismo, o incluso Ana Frank en sus Diarios. Pertenece, por tanto, a esa pléyade de autores que han recopilado sus experiencias para que los demás podamos conocer realidades diferentes. Un ejercicio que permite al lector visitar épocas, situaciones y estratos sociales a los que de otro modo jamás tendría acceso. Al menos así ha sido hasta ahora. Hasta que esa severa gobernanta que se ocupa de protegernos de todo lo ‘incorrecto’ decidiera que era necesario preservar nuestros sensibles tímpanos y pupilas de historias tan poco edificantes. Una de sus víctimas ha sido precisamente Laura Ingalls. El sexagenario premio creado en su honor ha sido rebautizado como Premio Legado de Literatura Infantil, un nombre mucho más adecuado, dónde va a parar, que el de su racista autora. Según los organizadores, sus aventuras de niña educada en una familia pionera americana «dibujaban una visión de los nativos que ya no está en sintonía con los valores de la sociedad actual». «Es intolerable –adujo uno de los responsables– que Ingalls, al describir un paisaje, diga, por ejemplo, que ‘no había gente allí, solo indios’, o que llame a los afroamericanos ‘oscuritos’, o que uno de sus personajes se permita decir, en un momento de la narración, que ‘el único indio bueno es un indio muerto’». Expulsada queda, por tanto, Laura Ingalls a las tinieblas exteriores de los escritores racistas, donde se encontrará por cierto con otra autora igualmente xenófoba, Harper Lee. Su célebre novela Matar a un ruiseñor ha sido retirada de la lista de lectura de los centros educativos por usar una palabra prohibida en los Estados Unidos desde 2007, el despectivo término nigger (‘negrata’). Y da igual que Lee escribiera en los años sesenta del pasado siglo y que su libro sea un alegato contra los prejuicios raciales. Tampoco importa que Ingalls se limitara, simplemente, a narrar lo que vio y oyó en su infancia allá por finales del siglo XIX. Anatema, oprobio y censura vamos a poner sus obras en el moderno Index librorum prohibitorum. Una nueva lista de libros prohibidos elaborada a imagen y semejanza de la que, desde el siglo XVI hasta bien entrado el XX, publicó la Iglesia católica y en la que figuraban peligrosos autores como La Fontaine, Descartes, Copérnico, Zola, Balzac o Gide. Curiosamente, esta nueva Santa Inquisición que nos infesta con ánimo de velar por nuestra integridad moral ha logrado ir un paso más allá que los antiguos confeccionadores del Index. En la actualidad, editores norteamericanos están contratando lo que llaman ‘lectores sensibles’, es decir, integrantes de razas, religiones, inclinaciones sexuales o afectados por determinadas enfermedades, etcétera, para que revisen los manuscritos a publicar por si contienen algo que lastime sus sensibilidades. El problema que se presenta es que esos lectores sensibles hieren a su vez la sensibilidad de otros. Por ejemplo, la de aquellos que no quieren que sus colectivos (feminista, LGTIB, etcétera) se vean encerrados en un gueto. En resumen, que tal como está la cosa es imposible escribir –y por extensión hacer casi nada en este mundo hipersensible– sin pisar algún callo. Imposible pintar, componer, hacer cine o cualquier actividad creativa o de la índole que sea sin que alguien se sienta ofendido. Dicho esto, como hasta las grandísimas imbecilidades tienen su lado bueno, es posible que los modernos Savonarola le hagan tanto bien a la cultura como sus antecesores. Con la devoción que concita lo prohibido, mi generación leyó Madame Bovary, adoró Rojo y negro, lloró con Los miserables y, por supuesto, devoró las obras completas del Marqués de Sade. Somos muchos los que aprendimos a amar la literatura gracias a sus antirrecomendaciones. De modo que adelante con la censura. Ahora que la lectura está en horas bajas, no hay mejor cómplice que un gran inquisidor.