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Carmen Posadas: El sexo de los ángeles

Se dice siempre que la primera víctima de una guerra es la verdad, y así parece demostrarlo la cada vez más enloquecida ristra de embustes que nos regala Vladímir Putin a diario. ¿Pero qué pasaría si, al mismo tiempo, tal sobredosis de mentiras y esta desdichada guerra sirvieran para acabar con otras trolas estúpidas que padecemos desde hace años? También con las pavadas y prioridades absurdas con las que comulgamos de un tiempo a esta parte. Hablo, por ejemplo, de ese postureo con el que algunos fingen hacer algo cuando en realidad no hacen nada. Grandes declaraciones huecas que contradicen los hechos; responsables políticos que piensan que con ‘feminizar’ los semáforos, los adjetivos o los nombres de los meses acabarán de un plumazo con la discriminación sexual y otros males del heteropatriarcado. Y luego está la santa cruzada destinada a ‘cancelar’ a aquellos que no abracen la corrección política imperante y, de paso, también a autores de libros tan ‘perniciosos’ como Lolita, de Nabokov, o Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, o incluso La casa de la pradera, de Laura Ingalls…

En esta Arcadia buenista y feliz flotábamos sin más problemas que los que nos inventábamos, acuciados, todo lo más, por luchar contra el colesterol o la alopecia… cuando en esto llegó La Realidad. Y la realidad se llamó primero Pandemia y ahora se llama Guerra, pero de momento no parece que hayan cambiado demasiado nuestras prioridades ni afanes. La pandemia, desde luego, nada. A pesar de que ha durado dos años y deja tras de sí millones de muertos, seguimos preocupados por las mismas tontunas, tal vez porque la sobredosis de información ha conseguido hacer cierta esa frase de Stalin que dice que un muerto es una tragedia, pero un millón de muertos es solo estadística. ¿Pasará lo mismo con la guerra?

 

En esta Arcadia buenista y feliz flotábamos sin más problemas que los que nos inventábamos, luchando contra el colesterol o la alopecia…

 

Las grandes crisis sirven –o deberían servir al menos– para repensar lo que es importante y lo que no. A lo largo de la historia se ha cumplido siempre un patrón de conducta. Una civilización, la que sea, nace, crece, prospera y, cuando llega a su cénit, comienza la decadencia: la gente se vuelve blanda, absurda, autocomplaciente, le da por discutir sobre el sexo de los ángeles y demás zarandajas. A continuación se produce una catarsis, una gran fractura, llegan los bárbaros, pongamos por caso, o sobreviene una peste, una guerra, y ese gran trauma colectivo sirve para sentar las bases de una sociedad menos ombliguista, más responsable y adulta.

Así ocurrió, sin ir más lejos, tras la Segunda Guerra Mundial. Después de un horror semejante, el mundo occidental reaccionó creando mecanismos que nos han permitido disfrutar de uno de los periodos de paz más largos de la historia en este viejo continente. Instituciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, Unicef, la Organización Mundial de la Salud o la ONU son todas hijas de aquella gran catástrofe. Si a ese deseo de hacer buena letra y de remar en la misma dirección unimos el temor a una confrontación nuclear y el hecho de que entonces existía un equilibrio de poder, o al menos un ten con ten Este-Oeste, ya tenemos las razones por las que hasta ahora hemos sido tan afortunados. Pero, según esa dinámica histórica de la que antes les hablaba, a un periodo de contrición y reconstrucción sigue uno de bonanza, y a uno de bonanza uno de decadencia. También uno de olvido de pasados desastres, de infantilismo, adanismo y, por ende, una clara predisposición a caer de nuevo en ellos.

¿Servirá al menos esta guerra innecesaria, cruel y tan geográficamente cercana a nosotros  para reprogramar nuestras prioridades, dejar de lado pavadas de ricos y tontunas más propias de adolescentes que de sociedades cultas y avanzadas? ¿O seguiremos enzarzados en discusiones bizantinas? Se cuenta siempre, como ejemplo de ceguera colectiva, que, mientras los otomanos ponían cerco a Constantinopla, sus moradores discutían acaloradamente sobre el sexo de los ángeles y ni cuenta se dieron de la invasión hasta que los tuvieron dentro. Ahora las discusiones bizantinas son otras, pero ya saben lo que dicen los franceses: cuanto más cambia el mundo, más se parece al anterior.

 

 

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