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Carmen Posadas: El síndrome Karamazov

Hasta ahora había fracasado con Dostoyevski. Demasiado ruso para mí. Cuando dedica treinta páginas a disertar sobre la culpa y el peso de la religión, lo único que conseguía hasta ahora era que cerrase el libro y me dieran ganas de tomarme un vodka-martini. Sin embargo, desde que he descubierto los audiolibros, he vuelto a él y estoy deslumbrada.

Qué gran invento este de que le lean un libro a una mientras hace otras cosas. Ni se imaginan lo pimpante que está mi casa de un tiempo a esta parte. Al tiempo que escucho una novela de la espléndida Edith Wharton o redescubro a Nietzsche, pongo orden en todos los armarios, reclasifico mi biblioteca entera. Incluso me ha dado por cocinar. Una gloria montar claras o hacer bechamel al son de novelas clásicas que no había leído antes.

El mundo está lleno de Fiódor Karamazov. De personas que, para justificar una mala acción, se ensañan comportándose aún peor

Por eso decidí atreverme de nuevo con Los hermanos Karamazov, una obra con la que había fracasado lo menos en tres ocasiones. Esta vez, en cambio, y con la libertad que dan los audios para desconectar unos segundos de lo que uno oye y retomar después sin perder el hilo, he podido reconciliarme con el viejo Fiódor. Cierto que me siguen pareciendo pesados los pasajes en los que se pone místico, pero, a cambio, me ha regalado momentos de gran placer. También de aprendizaje, porque una de las virtudes de los genios es su capacidad de sintetizar en una docena de palabras ideas y apreciaciones sobre la conducta humana.

Miren, por ejemplo, este pasaje. Alguien le pregunta al padre de los Karamazov (un hombre brutal capaz de todas las maldades imaginables) por qué odia a su vecino, y él contesta con rabia: «Me porté mal con él hace unos meses y desde entonces lo detesto». Yo, que no tengo las dotes de percepción de Dostoyevski, llevaba años tratando de comprender por qué hay personas que, después de haberse comportado mal con alguien –un cónyuge que rompe con su pareja de modo brutal; un socio que estafa a quien era su mejor amigo, etcétera–, empiezan a detestar a quien han perjudicado. Y no solo eso, se ensañan con él o ella, hablan pestes, les ponen demandas, los perjudican económicamente.

Un fenómeno similar se produce cuando uno hace un favor a alguien, como prestarle dinero o ayudarlo a salir de un apuro. Ante el estupor del buen samaritano y también del antes mencionado cónyuge abandonado o del socio traicionado, esa persona, lejos de mostrarse agradecida o comprensiva, desarrolla un odio profundo. ¿Por qué? Dostoyevski no se para a elucubrar sobre las razones, solo las expone del modo más duro: «Lo detesto porque le jugué una mala pasada».

Así somos los seres humanos, todo se puede perdonar salvo una buena acción. El mecanismo (seguro que está estudiado y tiene un nombre, pero yo, como no lo conozco, lo llamaré ‘el síndrome Karamazov’) funciona así: cuando uno juega a otro una mala pasada, para justificarse debe inventar –frente a los demás, pero sobre todo ante sí mismo– toda una serie de inexistentes agravios. «Sí, lo dejé tirado como una colilla, pero fue porque en el año 1987 me dijo tal cosa o me hizo tal otra». «Cierto, me quedé con el negocio, pero, si no lo llego a hacer, seguro que me hubiera estafado él a mí, era muy mala persona». Y también: «Vale, vale, me prestó dinero, pero yo le he hecho mil favores más grandes, así que no le debo nada…».

En mi caso ha tenido que ser Dostoyevski quien me diera la clave sobre actitud humana tan irracional. Irracional y muy común, me temo, porque el mundo está lleno de Fiódor Karamazov. De personas que, para justificar su mal comportamiento, se ensañan comportándose todavía peor. También de otras a las que hace uno un favor y jamás lo perdonan, porque piensan que han dejado expuesto su lado más débil y vulnerable. ¿Triste? ¿Brutal, injusto? Por supuesto, y no pretendo justificar tales conductas, sólo señalar por qué ocurren. Para que, al conocer el mecanismo que lo causa, pueda uno al menos entender qué demonios le ha pasado a esa persona que ayer fue nuestro amigo, nuestro cómplice o nuestro amante y, de un día para otro, se ha convertido en un miserable Fiódor Karamazov.

 

 

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