CulturaGente y Sociedad

Carmen Posadas: Elogio de la corbata

De niña odiaba la corbata. En el colegio nos obligaban a llevarla y, según mis pragmáticos cálculos infantiles, tener que anudarme al cuello cada mañana tan engorrosa prenda me impedía disfrutar de cinco o seis minutos más de sueño. Por suerte, pronto aprendí el truco de no desanudar la corbata y ponérmela por encima de la cabeza a modo de soga de ahorcado y, a partir de ahí, mi relación con ese fútil trapo, que en su día inventaron los croatas, mejoró.

Y más aún cuando años más tarde me nombraron ‘prefect’ o delegada de curso, porque entonces pude sustituir la corbata reglamentaria  por una escocesa, que denotaba mi recién adquirido estatus y permitía que todos me diferenciaran de un vistazo. Porque en realidad esa es la función del accesorio. La corbata es una baliza, una bandera de señalización y sobre todo una gran chivata que habla, y hasta por los codos, de su dueño. Al menos así ha sido hasta su ocaso. Una pena, porque hay que ver lo que una aprendía de los hombres con solo mirarles el cuello.

Aprendía, por ejemplo, que no es lo mismo un hombre con corbata de Etro o Loro Piana que otro con una de Versace o Dolce & Gabbana. Como tampoco tiene nada que ver un hombre que se decanta por las que recuerdan a un don de Oxford con quien se las compra para salir del paso en cualquier gran almacén.

 

Al prescindir de la corbata, los hombres se han vuelto clónicos. Parecen un montón de cantaores a punto de arrancarse por bulerías

 

Hay que ver lo mucho que cuentan las corbatas de lana, las pajaritas, las corbatas con dibujos infantiles o con motivos de caza. Eso por no mencionar las corbatas cortas o esas larguísimas que intentan disimular tripa al estilo Trump. Corbatas, en fin, parlanchinas, que le daban a unas ganas de acercarse a su portador o, por el contrario, de salir corriendo. Y no solo eso. Una podía adivinar, a veces por el simple volumen del nudo, datos tan interesantes como si su portador era un fanfarrón o, por el contrario, un apocado, también un trilero mentiroso o un tipo de fiar.

Pero todo eso ha pasado a la historia, ya nadie usa corbata. Una pena, no solo por la valiosa información que aportaban, también porque servían  para dar relieve a un día señalado, una primera cita, una boda, un bautizo, una fiesta. Pero, además, hay otro dato: la indumentaria formal masculina admite tan pocas variantes que, al prescindir  de la corbata, lo único que los hombres  han conseguido es volverse clónicos.

Imaginen ahora una situación en la que antes los varones llevaban corbata, pongamos que en un cóctel. ¿Qué ven ustedes? Todos van con traje oscuro y camisa abierta. Y como por la noche todos los gatos son pardos y resulta imposible distinguir si la camisa que llevan es blanca o azul, o si el traje es marino o marengo rayado o liso, el resultado es que parecen un montón de cantaores a punto de arrancarse por bulerías. Hasta tal punto es así que –si además llevan barba (hoy en día casi todos la llevan: la barba es otro uniforme)– ya no sabe una si está hablando con Diego el Cigala o con Camarón de la Isla, que ha bajado del más allá a dar un garbeo y tomarse un rebujito.

En ciertos ambientes, sobre todo los artísticos, este afán por prescindir de la corbata se presta  a otro tipo de equívoco diferente. Pongamos que hablo ahora de mi gremio, el de los escritores y editores. Entre ellos, el código de vestimenta es ir de luto riguroso, total black que diría un cursi. Me encantaría ver sus armarios, aunque ya me los imagino. Diez o quince pantalones, unos de pana, otros de paño, muchos vaqueros, pero todos endrinos. Otro tanto ocurre con las chaquetas. Tal vez algún extravagante tenga una azul marino, pero el resto son negras negrísimas. Donde se aprecia cierta variedad es en las camisas. Por supuesto, son todas del color del betún, pero a veces, en un alarde de originalidad, alguien se atreve a añadir un polo antracita o una camiseta heavy metal. Resultado: la última vez que visité la Feria del Libro de Fráncfort pensé que me había colado en una convención de curas y seminaristas.

Y yo me pregunto: ¿no habrán hecho los tíos un pan con unas tortas con esto de desterrar la corbata? Si les parecía un apestoso símbolo burgués y un intolerable yugo elitista que acogota su personalidad, ¿de veras se sienten más libres, más originales  ahora que van clónicos y uniformados de los pies a la cabeza?

Botón volver arriba