Carmen Posadas: Elogio de la ignorancia
Hablaba Javier Marías en una de sus recientes columnas de los philistines, término anglosajón de difícil traducción. Incluso en inglés, el apelativo, que tiene una considerable carga desdeñosa, empieza a estar en desuso, lo que hace maliciar no que hayan desaparecido los philistines, sino más bien que se han vuelto legión. Según el diccionario de Oxford, un philistine (no confundir con el significado que ‘filisteo’ tiene en español) «es un individuo desentendido del saber, que busca riqueza y rédito material por encima de todo lo demás». Señalaba también Marías que el bárbaro o bruto, que es una de las traducciones posibles del término que nos ocupa, «pulula por España y por doquier y entre sus huestes figuran presidentes, vicepresidentes, ministros, políticos, empresarios y no pocos intelectuales y opinadores».
Parece evidente que es así, pero me gustaría aportar al debate un matiz que me parece significativo. Un philistine no es solo un ignorante, sino también alguien a quien le gusta hacer gala de su ignorancia supina. Y, si malo es que estemos regidos por ‘brutos’, peor aún, pienso yo, es que exista una suerte de culto al bárbaro, al deliberadamente zoquete. Esta actitud, que parece multiplicarse por minutos, ha encontrado su hábitat ideal en Internet, donde la estupidez no solo no es un defecto, sino que ha logrado convertirse en virtud. Lo que más fascina a mis nietos preadolescentes es un programa que se puede ver en Internet llamado Vergüenza ajena, que según su página promocional está concebido «para hacer homenaje a la estupidez humana». Con el auspicio de un personaje conocido, el formato va desgranando diversos vídeos de personas en situaciones ridículas y/o brutales para deleite de sus millones y millones de seguidores. A Jaime y a Luis también les encanta otro programa en el que unos tipos armados con mazas y al grito reiterado de «¡hey!», «¡guau!», «¡UUUU!» y «¡YESSSSS!» pulverizan diversos objetos, un coche, una casa, una biblioteca pública. La anécdota personal no tendría la menor trascendencia si habláramos sólo de programas favoritos de niños de trece y once años como mis nietos. Pero lo son también de multitud de adultos, porque comportarse como un preadolescente o, peor aún, como un perfecto zoquete no solo es divertido, sino también un lucrativo medio de vida. Basta, por ejemplo, con estudiar la lista de los youtubers que más dinero ingresan para comprobar que ninguna de estas personas (que ganan decenas de millones de euros al año) tiene un vocabulario que sobrepase el medio centenar de palabras. ¿Para qué? ¿Para espantar al personal y que se vaya con otro youtuber? Lo único que se requiere en esta profesión es una variedad en los tacos con los que salpimentar la parla a la que luego conviene añadir una muletilla de tipo «sí, bro, dale, bro» que –¡ojo, muy importante!– no pase de las tres sílabas, no sea que los seguidores se mosqueen. Por supuesto, nada de esto tendría la menor importancia –al fin y al cabo, ignorantes supinos y felices de serlo ha habido siempre– si no viviéramos en una sociedad regida por las leyes de la oferta y la demanda. Antes, cuando tener una formación y unos conocimientos estaba considerado un ascensor social, la gente se interesaba –o fingía interesarse– por la cultura. Ahora ocurre al revés. Una persona culta es solo un raro, un asocial, un perdedor. Por eso, cuando se les pregunta a los niños qué quieren ser de mayores, ninguno dice ya que quiere ser astronauta, arqueólogo o investigador. La respuesta más común hoy en día es influencer. Nada más natural. ¿Qué necesidad hay de romperse los cuernos estudiando si puede uno ganarse la vida divinamente haciendo el chorras? Todo esto me recuerda a cierto meme que circuló mucho durante la pandemia. Tal vez lo hayan visto, dice así: «Menos mal que hubo una generación que quiso estudiar y tenemos epidemiólogos, médicos y microbiólogos. ¿Se imaginan otra pandemia dentro de unos años con youtubers, influencers y tiktokers tratando de salvar al mundo?». Pues eso.