Carmen Posadas: Esa fea palabra que empieza por eme
Alain de Botton, escritor y filósofo (si no lo conocen se lo recomiendo, es un crack), comienza una de sus conferencias, entre eruditas e hilarantes, acariciando una calavera humana. Según él, y a imitación de los estudiosos de otros tiempos, es conveniente tener siempre una en la cabecera de la cama o sobre la mesa del despacho.
«Es utilísima –explica–, sirve para recordarle a uno que la vida es finita, que todo pasa a velocidad de vértigo y que la única certeza que tenemos es que tarde o temprano acabaremos tan calvos como esta amiga que aquí tengo».
Saber que la muerte es parte de la vida es sano. Ser consciente de que puede acabarse en cualquier momento reordena las prioridades
Me interesó mucho la boutade de Botton; en especial, porque va en contra de la actitud imperante con respecto a esa fea palabra con eme que a nadie le gusta pronunciar. Tal es el afán por obviarla que en los países anglosajones, por ejemplo, la gente ya no se muere, sino «they pass away», mientras que todo lo relacionado con verbo tan feo se esquiva sobre todo cuando habla uno con los niños, no sea que se traumen.
Y surge ahí una curiosa paradoja porque, mientras el mundo entero intenta olvidarse de que existe la muerte, desde las pantallas, en el cine, la televisión y no digamos los videojuegos, nos infestan los finados. Un día de estos me propongo contar cuántos ‘malos’ matan mis nietos al cabo del día. ¿Centenas?, ¿miles?, ¿decenas de miles? A tanto cadáver virtual hay que añadir, además, otros miles periclitados de las maneras más atroces y brutales en las películas que ven (y que encima, y para tortura de los sufridos padres y abuelos, suelen durar entre tres y cuatro horas).
La primera vez que yo vi un muerto fue con doce años y aún no he conseguido olvidar su cara. Mis nietos ven miles a diario y no se les mueve un pelo. ¿Por qué? Se me ocurre que quizá sea porque la muerte ha dejado de ser un hecho real para banalizarse y, por tanto, ficcionalizarse. A diferencia de nuestros antepasados, que convivían con ella como lo que es: una parte más de la vida. Nosotros la hemos convertido en una película de Marvel.
No es que yo piense que sea preferible el método antiguo que consistía en aterrar a los niños y ponerles los pelos de punta con cuentos reales y atroces. Pero a veces me pregunto si esa banalización de la muerte que todos practicamos no estará relacionada con el considerable aumento de la violencia entre los jóvenes. Pandilleros que salen armados con machetes, tiroteos en las escuelas, violaciones grupales, un niño de quince años que mata a sus padres y a su hermano y luego se pone a chatear con sus amigos como si tal cosa…
Se puede argumentar que estas actitudes son viejas como el mundo y que siempre ha habido psicópatas e inadaptados. Pero cabe también la posibilidad de que estén potenciadas por esa manía de ocultar un hecho natural e inexorable y, al mismo tiempo, banalizarlo hasta convertirlo en irreal. Tampoco es que yo abogue por que se ponga de moda tener una calavera de plástico en casa y parlamentar con ella en plan Hamlet, «ser o no ser»… Menos aún ir por ahí dándonos golpes de pecho o echándonos ceniza para recordar que «polvo somos y en polvo nos hemos de convertir». Pero sí creo que ocultar a los niños que la muerte existe es un error.
No solo porque entra dentro de lo posible que tengan que sufrirla en su familia o incluso enfrentarse a la muerte de alguien de su misma edad. También (y no lo digo yo, sino los que entienden de esto) porque saber que la muerte es parte de la vida es sano. Ser consciente de que puede acabarse en cualquier momento reordena las prioridades, hace que uno se enfoque en lo importante y no en las pavadas y valore más lo que tiene. No quiero echarles un sermón ni ponerme en plan cenizo recordándoles que todos vamos a acabar un día como la calavera de Alain de Botton. Solo apuntar que, como decía Oscar Wilde, nuestra existencia es tan rara que se disfruta por contraste. Quien más partido saca a la felicidad es quien ha conocido la desdicha; el aburrimiento da sentido al gozo mientras la muerte, esa silenciosa enemiga que llega cuando menos se la espera, sirve para dar otro valor a la vida.