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Carmen Posadas: ¿Fin de la corrección política?

Leo en diversos medios extranjeros que se vislumbra el fin del movimiento woke. En España la palabra woke —que, según el Diccionario de Oxford, significa «estar alerta y consciente de temas sociales y políticos, en especial el racismo»— nunca ha hecho demasiada fortuna. Entre nosotros usamos más la expresión ‘corrección política’ para denominar la corriente de pensamiento de quienes dicen estar vigilantes y alertas no solo contra el racismo. También contra el machismo, el sexismo, la LGTBIfobia, etcétera.

Sería larguísimo explicar cómo surgió esta corriente en las universidades norteamericanas en el siglo anterior, siguiendo la estela de los posestructuralistas franceses como Derrida, Foucault o Althusser, y pasada luego por la túrmix de un ejército de académicos norteamericanos tan mediocres e intransigentes como bienintencionados. Es evidente que, a estas alturas, nadie niega que es importante estar alerta contra la discriminación de personas por su sexo, orientación sexual, raza o cualquier otra particularidad. Pero lo paradójico de la corrección política es que, en aras de defender tan loables causas, ha llegado a dislates como conseguir que se ‘limpie’ de términos, según ellos, ‘moralmente reprobables’ obras de autores tan peligrosos como Agatha Christie, Roald Dahl o incluso la propia Biblia, que, según ellos, es un cúmulo de todos los pecados woke imaginables: machismo, sexismo, homofobia…

 

Las guerras de Palestina y Ucrania han hecho que la gente vea que hay problemas más acuciantes que la feminización del lenguaje…

 

Otro de los logros del wokismo, esta vez en el campo de la política, son leyes tan igualitarias y socialmente deseables como la del ‘solo sí es sí’ o la ley trans, que tiene el curioso mérito de haber logrado enfrentar a diversas facciones del feminismo. No caben en este artículo todas las tiranías que propugna la corrección política, cuya tribalización pone en peligro la libertad de expresión y también el principio de igualdad al otorgar derechos diferenciales a algunas personas por cuestión de género o raza. Además, no creo que sea necesario; seguro que ustedes, a estas alturas, las conocen y posiblemente incluso las hayan sufrido. Por eso tal vez les alegre saber que, según todos los indicadores, se vislumbra el ocaso de esta difusa y profusa tiranía. Las causas, según parece, son varias.

Por un lado, la pandemia y, ahora, la guerra de Ucrania y el horror del conflicto en Palestina han hecho que la gente se dé cuenta de que la humanidad tiene problemas más acuciantes que la feminización del lenguaje o la ‘cancelación’ de Praxíteles, el Bosco, Cervantes, Wagner, los hermanos Grimm y cientos de otros atroces machistas y racistas. Una segunda razón posible es la toma de conciencia por parte de intelectuales, artistas y líderes de opinión de que el wokismo no solo es el peor enemigo de la libertad individual y de la igualdad de oportunidades, sino que también coarta y limita la creatividad. Pero lo que realmente está poniendo al ‘wokismo’ entre las cuerdas es… la economía, estúpido. Así lo ha podido comprobar, por ejemplo, el imperio Disney, que en un año ha visto sus acciones desplomarse un sesenta por ciento.

Un tiempo atrás Karey Burke, pieza fundamental de la compañía, anunció su intención de conseguir que para 2022 la mitad de sus personajes de animación fueran LGTBQ+ y pertenecientes a minorías étnicas. Burke argumentó que ella era madre de dos hijos queer, uno transgénero y otro pansexual, y que el mundo iba por ahí, pero el público no parece estar del todo de acuerdo. Las tres últimas películas creadas bajo esta consigna han sido rotundos fracasos, quizá porque, como explicó un destacado profesor de Economía, «la ideología metida en negocios no es un buen negocio». Y también porque —y aquí viene la obviedad de Perogrullo que le ha costado miles de millones a Disney— «no todo el mundo piensa como la señora Burke». O, dicho de otro modo, por muy loables que sean las intenciones del wokismo no se deben —ni se pueden— defender, por un lado, con tiranías estúpidas y, por otro, negando la realidad.

No seré yo quien llore por el fin de la corrección política. Sobre todo porque uno de sus efectos colaterales más paradójicos y negativos es que sus bobadas buenistas y pseudoprogresistas han conseguido abonar el terreno en el que crecen y se multiplican extremismos de ultraderecha, deriva a la que se acaban apuntando incluso personas razonables hartas de tantas tontas tiranías. Es de desear que no salgamos de Guatemala para caer en Guatepeor.

 

 

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