Carmen Posadas: Jane Austen y Agatha Christie como síntoma
Leo en la prensa británica que se preparan nuevas recreaciones aggiornadas de las obras de Jane Austen, al menos dos series y un largometraje. Al igual que Agatha Christie, e incluso más que ella, la autora de Orgullo y prejuicio se ha convertido en inagotable fuente de inspiración. O de plagio barato, porque basta con que el avispado guionista ponga al protagonista de su película el nombre de Mr. Darcy o cambie de etnia a todos sus personajes para que sean afroamericanos en vez de circunspectos ingleses de finales del XVIII y ¡bingo!, éxito seguro. Siempre me ha interesado descifrar los secretos mecanismos que hacen que un autor, por pretérito que sea, comulgue con sensibilidades muy diferentes a lo largo de años o incluso siglos. ¿Por qué los personajes de la tragedia griega o los de Shakespeare siguen viéndose como actuales? ¿Qué hace que un lector japonés (o búlgaro o neozelandés) considere que lo que le ocurre a un hidalgo manchego al que se le ha secado el seso tiene relación con su vida? Detrás de los tres ejemplos que acabo de mencionar hay indudable talento y calidad artística, pero el fenómeno se produce igualmente con obras mediocres, por no decir deplorables, como algunas telenovelas, por ejemplo.
Los idílicos mundos de Austen y Christie están llenos de ritos, valores y buenos modales. Por eso me pregunto: ¿no será que los echamos de menos?
Volvamos, sin embargo, a las obras de calidad y, en concreto, a las de Jane Austen. ¿Cuál es la razón por la que se ha convertido casi en un género literario en sí misma, uno que, al igual que pasa con Agatha Christie, aunque se copie de forma mediocre, siempre funciona? La respuesta fácil es decir que tanto Christie como Austen retratan ambientes aspiracionales e idílicos en el que todos sus personajes son guapos, ricos, no dan un palo al agua y pasan el día jugando al bridge y al golf. También habrá quien sostenga que las historias escritas por Austen son meras novelas rosas. Muy sofisticadas, ingeniosas e inteligentes, sí, en las que siempre triunfa el amor, el chico se casa con la chica, son felices y comen perdices, igual que en las de Corín Tellado. Todo esto es verdad, pero yo me quiero fijar en otro elemento propio de Austen y Christie que no es tan obvio.
Los mundos que ellas retratan están llenos de convenciones, de rituales y de eso tan ñoño que hemos dado en llamar ‘valores’ y ‘buenos modales’. Sus personajes se rigen por lo que los ingleses llaman ‘estima’ o ‘respeto propio’, un código de conducta que nada tiene que ver con la religión o con la moral, tampoco con el puritanismo y, menos aún, con la hipocresía social. Se trata de una actitud que hace que uno sea el juez (y muy poco condescendiente) de su propia conducta. Dirán ustedes que todo esto es una antigualla, un ñoco del pasado, que Austen y Christie hace años que crían malvas, que eran unas gazmoñas y que los códigos de valores que ellas manejaban nada tienen que ver con los nuestros, y en efecto así es. Pero yo creo que precisamente esa es una de las razones por las que gustan tanto sus novelas. Porque, a diferencia del tiempo que nos ha tocado vivir, donde las reglas de convivencia están para hacerles una pedorreta y tener estima propia significa ‘hago lo que me da la gana porque yo lo valgo’, los idílicos mundos de Austen y Christie están llenos de normas, de convenciones, de preceptos no escritos. Por eso me pregunto: ¿no será que de alguna manera los echamos de menos?
Al fin y al cabo, estos se inventaron no solo para hacer las relaciones humanas más fáciles. También para ofrecer tranquilidad, porque resulta más fácil regirse por normas que no tenerlas. Esto, que todos damos por cierto en el caso de los niños, lo es también para los adultos.
Por favor, no me malinterpreten. No pretendo que volvamos a los mil convencionalismos y reglas bobas que tanto hemos sufrido en el pasado, pero tampoco está mal recordar que, como decía, por cierto, Jane Austen, «el decoro es, simplemente, generosidad hacia otras personas. Cuando este se va por la ventana, se abre la puerta al desorden y a la ignorancia». A Agatha Christie le gustaba expresar esta idea de otro modo. Ella, que vivió tanto tiempo en Oriente Medio, se sorprendió al descubrir las costumbres que regían en cierta tribu de beduinos, primitiva e iletrada, cuyos modales eran impecables. «Y no son enseñados, sino naturales –apuntaba Christie–. Hasta que llegué aquí –dijo–, nunca pude imaginar que la cortesía, sea aprendida o intuitiva, fuese tan deseable como insustituible».