Carmen Posadas: Lo que nos une
El fenómeno es viejo como el mundo. Tanto que, cuando se escribió el Eclesiastés, casi mil años antes de Cristo, su autor ya advirtió que nada nuevo había bajo el sol. A continuación añadió que hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo: un tiempo para nacer, un tiempo para morir; tiempo para plantar y tiempo para arrancar lo plantado; tiempo para sanar y tiempo para morir; tiempo para construir y tiempo para destruir; tiempo para abrazarse y tiempo para apartarse… Nosotros, felices hijos de la segunda mitad de siglo XX, hemos tenido la enorme suerte de vivir sobre todo la primera parte de las premisas: el nuestro fue el tiempo de nacer, de plantar, de sanar, de construir, de abrazarse…
La Segunda Guerra Mundial supuso una tragedia tal que, durante más de medio siglo, al menos el mundo occidental hizo todo lo posible por restañar heridas, evitar viejos errores y remar juntos en la misma dirección. Consecuencia del deseo general de hacer las cosas bien son, por ejemplo, todas las instituciones y organismos internacionales creados o potenciados tras la guerra: la OTAN, la ONU, la FAO, la OMS, la UNESCO y tantas otras entidades con un mismo propósito: unir, no separar.
Frente al ruido divisivo y confrontador que tanto abunda, en nuestra mano está no caer en esa provocación
Aquel feliz período de nuestra historia, de algún modo, comenzó a mostrar los primeros síntomas de fatiga de materiales hacia el fin de la Guerra Fría, primero, y, más tarde, con la caída de las Torres Gemelas. A partir de ahí, el siglo XXI nos ha salido pendenciero y no han parado de sucederse situaciones más identificables con la segunda parte del binomio del que hablaba el Eclesiastés: tiempos más de apartarse que de abrazarse; de arrancar y no de plantar; de destruir y no de construir; de matar y no de sanar.
En España el ‘síndrome Eclesiastés’ se ha cumplido también. Los horrores de la Guerra Civil hicieron que, al llegar la democracia, los que vivimos la Transición buscáramos la unión y no la confrontación; tender puentes y no dinamitarlos; respetar al que pensaba distinto, no demonizarlo ni levantar ‘muros’. ¿Qué hace que se produzcan en el mundo momentos de concordia y otros de discordia cuando los actores son, básicamente, los mismos? Hay mil causas y sería prolijo explicarlas aquí. Pero, a grandes rasgos, se podría decir que ambas tendencias existen en el ser humano y lo que se aprende con un gran trauma o fractura se olvida en tiempos de bonanza, cuando se acaban los anticuerpos que generaron los tiempos difíciles.
Por eso, parafraseando al escritor estadounidense Michael Hopf, podríamos decir que tiempos duros crean gentes que reman juntas en la misma dirección, y tiempos fáciles crean gentes laxas que prefieren que remen otros o directamente les da por boicotear la embarcación. El síndrome del Eclesiastés no tendría excesiva importancia si no lo aprovecharan líderes populistas que ven en la confrontación y en la división la herramienta perfecta para conservar el poder. Si se fijan, en el mundo actual abundan los líderes autócratas y caudillistas de uno y otro signo que saben que es más eficaz (y desde luego mucho más fácil) apelar no a los buenos, sino a los peores instintos del ser humano y que funciona fenomenal fomentar la brecha entre los que piensan de modo diferente.
Con frecuencia, esa brecha no existe en la sociedad, sino que es instigada desde arriba. Por eso yo, que iba a titular este artículo El síndrome Eclesiastés, puesto que he empezado hablando de él, he preferido llamarlo Lo que nos une. Porque, frente al ruido divisivo y confrontador que tanto abunda, en nuestra mano está no caer en esa provocación. Sé que es difícil, porque la crispación crea crispación, y la injusticia, injusticia, cuando no encono. Pero, aun así, sigue siendo mucho más lo que nos une que lo que nos separa.
Igual que ocurrió en la Transición, cuando la brecha ideológica era mucho mayor que ahora y fantasmas del pasado todavía andaban por ahí sueltos. Entonces fueron precisamente estos espectros los que evitaron que cayéramos en espirales nada deseables. Ahora tendremos que ser nosotros quienes esquivemos derivas, pero a sabiendas de que la división no está en la calle, sino que, como dijo Felipe González semanas atrás, «para preservar la convivencia, hay que evitar llevar la crispación de los de arriba a los de abajo». Y no entrar al trapo, añadiría yo, porque eso es, precisamente, lo que los divisivos quieren.