Carmen Posadas: Los olvidados
Uno de los signos de nuestro tiempo –amén de tsunamis, erupciones volcánicas, pandemias, guerras, terremotos y, posiblemente, como consecuencia de todo ellos– es lo corta que se ha vuelto nuestra capacidad de asombro ante el horror. Por un lado, es natural que así sea, al fin y al cabo como especie estamos programados para sobrevivir a lo que venga. Pero, por otro, tengo la impresión de que la sobredosis de información que padecemos hace que uno acabe haciéndose insensible a lo que ve.
Las televisiones y demás medios de comunicación retransmiten minuto a minuto la catástrofe del momento. Ahora estamos con la guerra de Ucrania, pero antes fue la pandemia, el volcán de La Palma, las tontunas infinitas de nuestros políticos de uno u otro signo, las inundaciones de aquí y de allá o las crisis humanitarias de Afganistán y Siria. Pero no solo de tragedias reales viven las teles. También nos infligen horas y más horas de dramas tan apasionantes como la vida de Rociito, las cuitas de los Pantoja o los sinsabores de unos tontainas de diseño encerrados en no sé qué casa, que lloran y se tiran del moño porque uno le robó a otra el champú.
Somos como esos animales domésticos que, de tanto pisar moqueta, han perdido facultades para sobrevivir a la intemperie
El dolor ajeno, ya sea real como en los primeros casos o más falso que un duro de hojalata como en los segundos, siempre ha tenido su fascinación. No hay más que observar la actitud de los automovilistas ante un accidente en carretera. Se monta a continuación un monumental atasco porque todo el mundo necesita bichear qué pasó, cómo quedó el coche y si hay o no muertos sobre la calzada. Esta es una reacción normal y no tendría especial trascendencia si viviéramos aún en Babia, como hacíamos antes de que comenzara este siglo XXI tan fecundo en horrores. En aquellos felices años de finales del XX, los dramas que teníamos en el mundo occidental eran lo que los sociólogos llaman ‘problemas de ricos’: «Me da la depre porque estoy gordo», «me dejó la novia», «no me puedo ir de vacaciones», etcétera. Pero el siglo XXI llegó peleón. Se estrenó con la caída de las Torres Gemelas y desde entonces no ha dejado de dar titulares a cinco columnas, como si quisiera competir en desastres con los albores del siglo XX.
Como antes les comentaba, el ser humano está genéticamente preparado para adaptarse a lo que venga, pero me temo que tantos años de molicie nos han cogido algo desentrenados. Somos como esos animales domésticos que, de tanto pisar moqueta, han perdido facultades para sobrevivir a la intemperie. Tampoco eso tendría excesiva importancia sin otro dato, signo también de nuestro tiempo. A diferencia de generaciones anteriores, la percepción que ahora tenemos de lo que acontece está condicionada por los nuevos medios de comunicación. Y estos no solo deforman la realidad, sino que también, como necesitan rellenar horas de emisión, acaban produciendo ese hastío informativo, esa anestesia frente al sufrimiento ajeno de que antes les hablaba.
Por suerte, frente a esta realidad existe otra. La de cientos de miles de personas anónimas que en todo el mundo y, especialmente en Europa, se han organizado para ayudar a quien está sufriendo la insensatez de Putin. Familias (aquí en España son muchísimas) que reciben a desconocidos en sus casas. Caravanas de coches que han recorrido [miles de kilómetros] para evacuar a familias que lo han perdido todo, eso por no mencionar la ayuda económica, logística, psicológica, etcétera. Y lo hacen al margen de los políticos y de los medios de comunicación, por iniciativa propia y dando verdadero sentido a esa palabra, ‘solidaridad’, que antes, en nuestra en vida regalada, era más sinónima de postureo que de conmiseración o ayuda. No sé cuánto va a durar esta guerra, pero, sea larga o corta, lo que espero y deseo es que, una vez que pase la emergencia, el drama de Ucrania no quede fuera de foco empujado por una nueva emergencia que lo convierta en olvido. Que no pase como con Venezuela, Haití, Cuba, Nicaragua, Siria o Afganistán y tantos otros horrores que un día nos acongojaban y donde el dolor y el sufrimiento continúan igual o peor que antes, pero de los que nadie se acuerda porque una tragedia tapa a otra.