Carmen Posadas: Mejor de lejos
Con el mundo hecho unos zorros y al menos dos jinetes del Apocalipsis ya a las puertas, hoy he decidido refugiarme en la orgía perpetua de la literatura. Eso es lo que recomendaba hacer Gustave Flaubert en tiempos confusos, y no me parece mala fórmula.
Un tipo curioso Flaubert y uno de los grandes genios de este viejo oficio de juntar palabras. Cuando empecé a escribir, me parecía tan fascinante que primero devoré sus novelas y luego me dio por leer todo lo que se había escrito sobre él, incluso su correspondencia privada. Entonces descubrí algo que me ha sido bastante útil en la vida: que cuando uno admira mucho a alguien, es preferible hacerlo de lejos. Nuestros ídolos están mejor en el Olimpo, porque en cuanto uno los baja a tierra se convierten en lo que realmente son, simples mortales plagados de defectos.
Cuando uno admira mucho a alguien, es preferible hacerlo de lejos. Nuestros ídolos están mejor en el Olimpo
Tomemos el caso de Flaubert, por ejemplo. Su novela Madame Bovary está considerada obra cumbre de la literatura y su protagonista, Emma, todo un ejemplo de cómo se debe construir un inmortal personaje femenino. ¡Qué gran sensibilidad para retratar el alma humana!, ¡qué percepción extraordinaria de cómo son las mujeres! Eso suele decirse poco antes de invocar cierta frase que se le atribuye y que se ha hecho célebre: «Madame Bovary soy yo». Y, sí, es cierto que su obra retrata certeramente el alma humana y que Emma Bovary es un prototipo femenino si no muy recomendable (no me gustaría tener de amiga a semejante frívola botarate), sin duda certero y bien dibujado. En lo que ya no estoy tan de acuerdo es en que él sea Madame Bovary y, menos aún, en que, como apuntan varios críticos, estuviese enamorado de su personaje, porque Flaubert tenía con el verbo amar una extraña relación.
Esta es una conjetura personal, pero, para mí, el viejo Flaubert jamás se enamoró de nadie. Sí, ya sé lo que me van a reprochar los flaubertianos irredentos: que mantuvo durante años una tórrida correspondencia con la también escritora Louise Colet; pero se cuidó muy mucho de que fuera a distancia. «No vengas a Ruan, tesoro mío», le suplicaba amorosamente en una de sus cartas cuando ella insistía por quinta vez que deseaba verlo. «Quédate en París, la escritura de esta maldita novela [se refiere a Madame Bovary] me tiene destruido. Por suerte tengo conmigo tus zapatitos, a los que beso todas las noches para confortarme…». En resumen, el creador de uno de los personajes femeninos más míticos e inolvidables era un misógino redomado.
Después de mi desencanto con Flaubert, se me han caído del pedestal ídolos de todas clases. He aquí un segundo ejemplo. Como creo que les he contado alguna vez, yo rescaté al almirante Cousteau de un naufragio en el Polo Sur. No es broma, en efecto fue así. El barco en el que viajábamos recibió un SOS del Calipso. Al chocar contra un témpano se le había abierto una pequeña vía de agua. Fuimos en su ayuda y yo, por supuesto, estaba emocionadísima con la aventura y la perspectiva de conocer a otro de mis héroes favoritos. Nunca lo hiciera. En vez de conocer al gran amante de la mar, al epítome del aventurero comprometido con la naturaleza, la ecología y otras muchas causas nobles, conocí a un señor antipatiquísimo, altanero y brusco que trataba mal a todo el mundo.
Por eso ya he aprendido mi lección. A pesar de lo que pueda parecer, el talento no tiene nada que ver con la grandeza de alma, y la sensibilidad artística se parece poco y nada a la sensibilidad humana. Se puede ser, por ejemplo, autor de poemas de amor excelsos y al mismo tiempo un ególatra miserable. Sería muy largo enumerar y explicar todos los casos célebres que existen, pero, como a buen entendedor pocas palabras bastan, he aquí algunos de los genios en lo suyo con los que jamás me tomaría un café y menos aún un gin-tonic. Ni con los ególatras machistas como Hemingway, tampoco con individuos crueles con su hija enferma como Neruda, menos aún con un tipo al que se le suicidan tres allegados como Picasso y ni a la esquina iría con un atrabiliario como Caravaggio o con el protonazi Richard Wagner. Genio y generosidad tienen, sin duda, tres letras en común, pero, en la mayoría de los casos, solo eso.
Me divirtió el artículo, además de compartirlo en su totalidad.
Ha tenido la gentileza de no decir -de la gente actual que todos conocemos-, con quien no iría ni a la vuelta de la esquina.