Carmen Posadas: Miedo a la libertad
Leí hace poco una entrevista que le hicieron al escenógrafo y dramaturgo italiano Romeo Castellucci con motivo del estreno de Bros, su último trabajo. El anterior, Moses und Aron, causó una gran conmoción al atreverse a poner en escena un toro vivo, que simbolizaba el mítico becerro de oro. De inmediato, animalistas del mundo entero se mesaron cabellos y barbas al tiempo que denunciaban tal crimen de lesa animalidad y lloraban por la integridad del bovino.
Preguntado Castellucci si su nueva producción, Bros, sería igualmente polémica, puesto que tiene como tema central la Policía y su papel en la sociedad, respondió que en estos momentos la verdadera Policía no es la que está en la calle poniendo orden, sino las redes sociales. «Somos una sociedad que ha abdicado de su libertad –argumentó–. El caso de las nuevas tecnologías es muy claro. No somos capaces de controlar el uso de dispositivos a través de los cuales pueden saberlo todo sobre nosotros. Se trata de una nueva forma de autoridad difusa; nos marca qué desear, qué amar, qué temer. Y lo más grave es que se trata de una renuncia consciente, amamos esas rejas invisibles, besamos sus barrotes».
«Lo más grave es que se trata de una renuncia consciente —dice Castellucci—, amamos esas rejas invisibles, besamos sus barrotes»
Me sorprendió esta última afirmación porque, a pesar de que todos sabemos que estamos vendiendo nuestra alma al diablo al entregar información íntima y personal cada vez que aceptamos unas cookies, nunca se me había ocurrido relacionar tal abdicación con el miedo a la libertad.
Hace muchos años, e inspirado por la locura colectiva que llevó a uno de los pueblos más cultos y sofisticados del planeta a abrazar los postulados de Hitler, Erich Fromm escribió un libro en el que argumentaba que tenemos un miedo atávico a ser libres y a expresar nuestras opiniones. Porque es mucho más fácil y menos riesgoso plegarse a las creencias del momento, ya sea el delirio del nazismo o ese otro delirio, no tan criminal pero igualmente anulador del pensamiento libre, que es la corrección política. Por eso triunfa tantas veces la sinrazón. No porque la gente se haya vuelto loca o imbécil, sino porque no se atreve a decir lo que piensa, creyendo que el resto de la sociedad está de acuerdo con esos postulados absurdos que la mayoría acata sin cuestionar. Son los barrotes que, según Castellucci, estamos dispuestos a besar, puesto que la libertad, tanto de pensamiento como de acción, se paga cara.
La sociedad castiga de modo inmisericorde a aquellos que osan salirse del redil, un fenómeno que recuerda algunos pasajes de El Gran Inquisidor. Ya saben que últimamente me ha dado por Dostoyevski (que a veces me aburre hasta las lágrimas), pero en este capítulo de Los hermanos Karamazov, donde se cuenta que Jesús decide volver a la tierra y de inmediato es encarcelado por el Gran Inquisidor de Sevilla, resulta brillante y revelador.
«¿Para qué has vuelto? –le reprocha el inquisidor–. Tu labor está ya hecha y ahora sólo puedes estropearla. Tú quisiste dar al hombre la libertad, pero la mayor preocupación de la raza humana es encontrar cuanto antes a alguien a quien entregar ese gran don de libertad con el que ha tenido la desgracia de nacer. Nosotros, en cambio, estamos aquí para liberarlo de tal carga. Para decirle lo que tiene que hacer, pensar, decir. Ellos han puesto su libertad a nuestros pies suplicando: ‘Haznos tus esclavos, sólo pedimos a cambio que nos alimentéis’». (O dicho en términos actuales, que nos deis bienes materiales).
Si todo esto es verdad, y mucho me temo que lo es, uno se pregunta si no hemos avanzado nada desde el siglo XIX. O, peor aún, cabe preguntarse si conquistar la libertad es siquiera deseable, visto lo mucho que amamos nuestros barrotes. Erich Fromm apuntaba una posible salida a tan inquietante círculo vicioso. Según él, el secreto está en fomentar la responsabilidad individual, de modo que cada uno, en vez de abdicar su libertad en la sociedad, en políticos carismáticos o en plataformas que nos vuelven imbéciles, sepa elegir su propio camino. Arriesgarnos a salir del rebaño, porque solo entonces descubriremos que somos muchas, millones diría yo, las ovejas díscolas a las que no nos gusta comulgar con ruedas de molino y tragar verdades prefabricadas.