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Carmen Posadas: Mitos compartidos

 

  Carmen Posadas

 

Entre todas las teorías de cómo y por qué vivimos en el imperio de los bulos, la posverdad y los relatos, quizá la más plausible y sencilla sea la que desarrolla Yuval Noah Harari en su último libro. En Nexus, que lleva por subtítulo Una breve historia de las redes de información desde la Edad de Piedra hasta la IA, Harari comienza explicando cómo el intercambio de información (no confundir información con verdad) es el artífice de nuestro éxito como especie.

Después de retomar su idea, esbozada ya en un libro anterior, de que lo que nos diferencia de otros animales es nuestra capacidad de crear mitos compartidos, Harari, para explicar qué son, habla del mito más exitoso de todos: el dinero. Desde tiempos remotos, nuestros  antepasados acordaron dar valor a un objeto (unas conchas, unos trozos de metal o, más recientemente, a un simple trozo de papel) que de nada nos serviría si, por ejemplo, nos viéramos atrapados en una isla desierta. «Aunque seamos multimillonarios –explica humorísticamente Harari–, poco éxito tendríamos intentando convencer a los monos del lugar de que nos cedan unos cuantos cocos o unas cuantas bananas a cambio de un par de papelitos verdes o de un anillo de oro».

 

El tiempo pasa, las circunstancias cambian y el recuerdo de la guerra como elemento disuasivo y preventivo pierde fuerza

 

El dinero es un mito creado y compartido por todos. O, dicho de otro modo, es lo que también se conoce por una verdad intersubjetiva. Al principio de nuestra andadura como especie, solo existían dos tipos de verdades. Las verdades objetivas, es decir, aquellas que existen, las crea yo o no (una tormenta, por ejemplo, una inundación o simplemente un día de sol). Y las verdades subjetivas, que son las que existen en la mente de una persona y dependen de la percepción de cada individuo. Si me duele una muela, por ejemplo, ya puede el dentista asegurarme que tengo una dentadura sanísima: mi dolor es real.

Pero volvamos a las verdades intersubjetivas, que son las que dependen de cuántas personas crean en ellas. Si un porcentaje suficientemente elevado piensa que las brujas existen y vuelan en escobas, da igual que el sentido común más elemental diga que eso es materialmente imposible; la gente acaba convenciéndose de que es verdad. No todas las verdades intersubjetivas son malas o perniciosas. Conceptos como ‘nación’, ‘justicia’ o ‘bien común’ son relatos compartidos que entre todos hemos acordado aceptar y a ellos debemos en buena medida nuestra civilización. Por eso, todo depende de qué relatos compartidos sean los que priman en cada momento histórico. Tras la Segunda Guerra Mundial, en el mundo occidental la gente tácitamente acordó no repetir aquella tragedia, sumar y no restar, remar juntos en la misma dirección. El mundo de entonces era bipolar, con dos concepciones de la política, la oriental y la occidental, antagónicas, pero precisamente aquella bipolaridad se tradujo en un pragmático ten con ten.

Sin embargo, el tiempo pasa, las circunstancias cambian, las sociedades avanzadas se hacen más prósperas, y el recuerdo de la guerra como elemento disuasivo y preventivo pierde fuerza. Las sociedades avanzadas se hacen  menos alertas y, por tanto, más individualistas y egotistas y, en un ambiente dominado por las verdades intersubjetivas (todo vale, todo es opinable y cualquier creencia es respetable), la mentira se convierte en un arma poderosa. ¿Cómo y por qué tanta gente está dispuesta a tragar dislates cada vez más grandes? Para responder a esta pregunta hay que comprender cómo funcionan las verdades intersubjetivas. Para que una verdad intersubjetiva haga fortuna (hasta la más loca, como que los emigrantes haitianos en los Estados Unidos comen perros y gatos) debe darse una única circunstancia: que un número determinado de personas crea en ella. En sociología se llama masa crítica a «la cantidad mínima de personas necesarias para que un fenómeno concreto se produzca». O, en el caso que nos ocupa, para que una mentira se convierta en una verdad intersubjetiva. Dicho de otro modo, depende de cuántas personas crean que la tierra es plana/o que las vacunas producen autismo/o que Hillary Clinton regenta un garito en el que trafican con órganos de niños  para que el dislate haga fortuna. Y da igual que el sentido común más palmario diga que dichas verdades intersubjetivas son delirantes, estúpidas o inverosímiles. Para bien o para mal, somos animales gregarios y nos gusta compartir mitos (o relatos como ahora los llaman).

 

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