Carmen Posadas: Neocaudillismo
Tal vez por pertenecer a una generación que creció con modelos políticos como Willy Brandt, Valéry Giscard d’Estaing o Margaret Thatcher, siempre me ha asombrado el fervor cuasi religioso que en su tiempo despertaron líderes histriónicos o sobreactuados cuando no grotescos. A la joven de veinte o treinta años que un día fui le daba la risa cada vez que veía en algún documental a Adolf Hitler, ese señor gesticulero con cabeza de huevo y ridículo bigotillo que casi conquista el mundo. En cuanto a Mussolini, tenía yo un novio al que se le daba de cine imitar sus poses de macho alfa, mandíbula en alto, brazos en jarra y marcando paquete. ¿De verdad millones de personas habían perdido la cabeza por semejantes individuos?
Estaba claro que la hipnosis colectiva tenía que ser producto de la desinformación y el fanatismo. En cambio, nosotros, hijos de mediados del siglo XX, éramos cultos, idealistas, progresistas; el mundo había evolucionado y en él no cabían personajes grotescos, al menos no en el Primer Mundo. Europa se cohesionaba en torno a una moneda común, los Estados Unidos prosperaban adecuadamente y, en los noventa, la URSS acabó por hacerse el harakiri; mientras que el gigante chino sesteaba aún. Pero de pronto hete aquí que llega el siglo XXI y tan civilizado estado de cosas cambia drásticamente.
¿Qué fue de los tiempos mesurados en los que regían la razón y las tan útiles líneas rojas que marcan la diferencia entre el respeto y el caos?
El milenio se inauguró con el 11-S y el retorno de las guerras de religión, moros contra cristianos, igual que si estuviéramos en tiempos de las Cruzadas, a la vez que, a diferencia de años anteriores, cuando tanto la sociedad como sus dirigentes buscaban sumar, unir, cohesionar, la tendencia de pronto comenzó a ser un afán de disgregar, dividir, restar. Aparecieron los nacionalismos, la corrección política se hizo cada vez más intransigente y, en los últimos años, a tan viscoso pastel ha venido a sumarse una pandemia seguida de tambores de guerra y una alarma medioambiental; lindo panorama. Si es cierto que cada época fragua los líderes que más encarnan el espíritu del momento, da la impresión de que nos encontramos ante un regreso de los caudillos, y en el peor sentido de la palabra. Algunos ya están en el poder y otros, calentando en la banda, como ocurre en Italia o en Francia.
¿Y la democracia? Bah, ¿quién necesita democracia cuando se puede tener un Amado Líder? Un Ares belicoso como Putin, por ejemplo, que hace creer a los suyos que está llevando a cabo la gloriosa gesta de desnazificar Ucrania. O como Maduro, Ortega y Díaz-Canel, en cuyos países el mero hecho de manifestarse se paga con quince años de cárcel. O como Orbán, o como Duda, o como Erdogan, eso por no mencionar al nuevo Gran Timonel chino o a los Señores del Petróleo. Y, como éramos pocos, resulta que va y pare la abuela, y aquí tenemos de nuevo en escena a dos campeones de la demagogia que creíamos amortizados. A la señora Kirchner reascendida a los altares gracias a un atentado trucho y a Donald Trump, que, contra toda cordura, está logrando convencer a un creciente número de norteamericanos de que le robaron las elecciones y debe volver cuanto antes para «hacer a América grande otra vez». ¿Qué demonios está pasando? ¿Qué fue de los tiempos mesurados en los que regía la razón, el imperio de la ley y las tan útiles líneas rojas que marcan la diferencia entre el respeto y el caos? Alguien debería hacer un estudio de por qué estamos volviendo a una suerte de caudillaje. A tipos, algunos de ellos incluso grotescos y ridículos, que usan argumentos que, en buena lógica, no convencerían ni a un niño de pecho mientras la democracia en todas partes empieza a dar síntomas de fatiga, hasta tal punto que mandatarios elegidos con toda legitimidad comienzan (véase el ejemplo patrio) a mostrar tics autocráticos impensables años atrás. Supongo que Trump ha hecho mucho daño en ese sentido. Si un país que antes tenía a un Kennedy, un Bush padre o un Clinton (con todos sus defectos) ahora está dispuesto a reelegir a un señor con la cara naranja y tupé amarillo capaz de lanzar a sus fieles a tomar el Capitolio y que no respeta las más elementales formas democráticas, no sería de extrañar que estemos ante un nuevo ciclo y también ante un cambio de las reglas del juego. Espero fervientemente estar equivocada.