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Carmen Posadas: No, gracias

Mi amigo Montero Glez publicó no hace mucho un artículo sobre ese deseo tan humano de ser inmortal. En él mencionaba la Alcor Life Extension, una compañía sin ánimo de lucro que practica la criónica, es decir, la preservación de personas muertas en nitrógeno líquido para eventualmente resucitarlas cuando se encuentre cura para el mal que padecían. Según leo en Internet, para que este método sea más eficaz, conviene separar la cabeza del cuerpo, vulgo decapitar al ‘paciente’, y criopreservarla por separado. No solo porque así el paciente ocupa menos espacio, sino también porque es preferible para su posterior resucitación.

 

 

A veces, sin embargo, se producen lamentables accidentes como el acaecido con la estrella de béisbol Ted Williams años atrás. Un empleado de la entidad hizo público no solo que había desaparecido parte del ADN de Williams, sino que su cabeza, por un descuido, sufrió cierto deterioro al realizarle una perforación. Hasta hace poco, este tipo de noticias se leía como ciencia ficción. Todos hemos oído la leyenda urbana según la cual Walt Disney y otros hombres célebres esperan congelados que la ciencia permita volverlos a la vida. De hecho, el primer cadáver criogenizado, el del profesor James Bedford, lleva cincuenta años aguardando su resucitar de entre los muertos. En la actualidad, dos datos han logrado que la criopreservación pase de la ciencia ficción al terreno de lo probable.

 

James Bedford

 

Por un lado, los cada vez más espectaculares avances médicos que hace ya tiempo permiten, por ejemplo, que óvulos y esperma congelados vuelvan a la vida y puedan usarse años después de ser recolectados. Por lo visto, esta técnica, hoy en día tan común, se desarrolló al observar que las ranas son capaces de sobrevivir a un congelamiento. El otro dato que trae a la actualidad métodos que hasta ahora suenan más propios de Victor Frankenstein es el inexorable envejecimiento de las sociedades occidentales.

 

En España, por ejemplo, la edad media de los españoles ha pasado en muy poco tiempo de 39 a 43 años. Se estima, por tanto, que en 2030 una de cada cuatro personas tendrá más de 65 años. Datos igualmente elocuentes señalan que el número de personas centenarias se multiplicará por cuatro y que los nacidos a partir de 2007 tendrán una esperanza de vida de 103. Estas predicciones, al igual que aquellas que apuntan a que en el futuro viviremos 120 años, suelen recogerse en la prensa como espléndidas noticias. Yo debo de ser un bicho rarísimo porque que me congelen, que me resuciten e incluso la idea de vivir 120 años me parece una pesadilla. Para empezar, quienes se alegran de que vayamos a vivir más de una centuria no parecen reparar en que lo que se alargará no es la vida, sino la vejez. 

 

 

¿Quiero ser una ancianita encantadora durante treinta, cuarenta o cincuenta añazos? No, gracias. En cuanto a que me congelen como a una rana (decapitada, además), creo que también voy a pasar en quinta, y de la resurrección solo puedo decir que la perspectiva me recuerda demasiado a Rip van Winkle. En este cuento de Washington Irving, un pacífico aldeano se duerme bajo un árbol y, cuando despierta, descubre que han transcurrido muchísimos años. Al principio, se queda encantado al admirar los cambios que se han producido en los Estados Unidos. Su país ya no es colonia británica; a punto están de celebrarse elecciones; y la democracia, tan deseada por él, ha triunfado. Sin embargo, poco después empieza a darse cuenta de ciertos inconvenientes. La mayoría de sus allegados, incluida su mujer, han muerto; no consigue entender nada de lo que pasa a su alrededor y la gente lo mira como si fuera extraterrestre. En resumidas cuentas, lo único que Rip van Winke consiguió con su sueño maravilloso fue sentirse completamente solo en el mundo.

 

Por eso yo, virgencita, que me quede como estoy, creo que prefiero pasar de quimeras. No sea que después de lustros (o siglos), hibernada como una rana, despierte solo para descubrir que inmortalidad y soledad son una misma cosa.

 

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