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Carmen Posadas: ‘Omertà’

Cuentan que, tras uno de los viajes programados por Stalin para que artistas e intelectuales europeos pudieran admirar los progresos de la Unión Soviética, Jean-Paul Sartre se encontró con un dilema. Lo que vio allí se compadecía poco y nada con lo que esperaba de tan esperanzador y revolucionario experimento por crear el hombre nuevo. A pesar de los esfuerzos de su anfitrión por mostrarle fábricas y escuelas en apariencia modélicas, con niños monísimos y obreros sonrientes, no necesitó emplear su proverbial inteligencia para darse cuenta de que aquello era un decorado y la realidad, muy otra: el experimento de Stalin de «llevar a la humanidad hasta la felicidad con un látigo de acero» se tradujo en once millones de campesinos asesinados o muertos por hambrunas, purgas y terror.

 

¿En qué puede comprometer a personalidades, que en muchos casos están por encima del bien y del mal, manifestar su parecer?

 

El dilema que se le presentó entonces a Sartre fue si debía contar la verdad o no. Al final optó por lo segundo, según explicó a sus amigos porque «no era cuestión de minar la moral de la clase trabajadora de Francia». Este es solo uno de los muchos ejemplos de lo que podríamos llamar la ‘ceguera selectiva’ de intelectuales y artistas. Personalidades como Ernest Hemingway, Bertrand Russell, Rafael Alberti, André Breton y tantos otros en el pasado prefirieron la omertà antes que utilizar su predicamento y prestigio para poner en evidencia abusos y arbitrariedades. El silencio con respecto a los desmanes políticos es muy notable y genuflexo cuando se trata de regímenes de izquierda, pero ocurre también con otras tendencias políticas. En tiempos de los Kirchner, por ejemplo, hasta los intelectuales argentinos más izquierdistas e insobornables se hicieron ‘K’. Ser ‘K’ entrañaba –y supongo que aún entraña, porque la sombra de los Kirchner es alargada– dar por bueno todo lo que hacían y decían tanto  Néstor como Cristina. Algo similar, aunque suavizado por la siempre admirable finezza de los italianos, ocurrió durante la era Berlusconi. El fenómeno de aquiescencia no llegaba a los extremos sicilianos de bajar la voz al pronunciar entre reverencial y temeroso el nombre de Il Cavaliere, pero casi. En España, tan curiosa omertà tiene su manifestación más actual en Cataluña. A pesar de que muchos cantantes, escritores, actores y artistas en general no están de acuerdo con la deriva independentista, solo tres o cuatro honrosas excepciones se han atrevido a alzar voz y decir lo que piensan. ¿A qué se debe tan espeso silencio? ¿En qué puede comprometer a personalidades, que en muchos casos están por encima del bien y del mal, manifestar su parecer? El fenómeno es complejo e intentar analizarlo en tan poco espacio, temerario, pero se me ocurren algunas razones. Por un lado, la comodidad. Ir a contracorriente es una lata y pisar callos peligrosos. Sobre todo si son callos adornados por ciertas aureolas indelebles como ocurre, por ejemplo, con el castrismo. Como todos en mayor o menor medida, hemos admirado en un momento de nuestras vidas el régimen de Castro, resulta difícil apostatar de tan bella idea. Aunque haya demostrado mil veces que es fallida. Aunque hace ya años que –como argumentaba días atrás Yunior García– los revolucionarios de antaño sean ahora dictadores y represores de todas las libertades. El caso de Cuba es muy interesante, porque quien encabeza en estos momentos la contestación al régimen es un cantante y dramaturgo, el antes mencionado Yunior García, que con su canción Patria y vida logró movilizar a miles de personas en julio de este año. Y lo hubiera vuelto a hacer  si la manifestación pacífica y silenciosa que debía tener lugar en noviembre  no hubiera sido prohibida por muy revolucionarios y antidemocráticos métodos por las autoridades cubanas. Notable fue la reacción de intelectuales y artistas en Cuba. Ninguno alzó la voz. A diferencia de lo ocurrido  en julio, cuando hubo un tímido conato de apoyo, esta vez solo Silvio Rodríguez se ha atrevido a decir que «manifestarse pacíficamente debería ser un derecho en todos los países». También dijo que el estallido de hartazgo que tuvo lugar en julio marcaba un antes y un después en la historia de Cuba. Ojalá así sea. Y ojalá la santa omertà que ahoga voces con predicamento en Cuba, y también en tantos otros lugares, se convierta  pronto en asunto del pasado.

 

 

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