Carmen Posadas: Para este viaje no hacían falta alforjas
Hace diez o doce años escribí un artículo por el que casi me lapidan. Lo llamé Zavalita y las feministas y en él hablaba de la sorpresa que suponía para alguien de mi generación el ver cómo se estaba volviendo a ciertos roles mujeriles que nosotras habíamos luchado tanto por dejar atrás.
¿De verdad hay que elegir entre tener una carrera profesional o ser madre perfecta?
Contaba, por ejemplo, el estupor que me produjo coincidir en un vuelo transatlántico con una joven madre, por todas las trazas universitaria y sin apreturas económicas, que viajaba con su hija de corta edad. Cada vez que la niña lloraba o se impacientaba, la madre se la ponía al pecho y le daba de mamar. «Es lo único que la calma –me explicó–. Además, yo soy partidaria del destete a la carta. Será cuando ella quiera. Mi intención es fomentar al máximo la unión con mi hija y ser la mejor madre que María Elena pueda tener».
Casi tres años tenía María Elena y era dueña de una dentadura esplendorosa… A partir de este encuentro me puse a averiguar y me di cuenta de que existía, ya por aquel entonces, una vuelta a la lactancia materna en su vertiente más fervorosa y ancestral. Una actitud bastante elitista, dicho sea de paso, porque es obvio que solo pueden permitirse ser ‘madres a la carta’ aquellas que gozan de una situación social y económica acomodada. Una mujer que trabaja fuera de casa ocho horas y realiza tareas como, por ejemplo, fregar escaleras no puede permitirse semejante lujo.
¿Es mejor madre quien cría a sus hijos hasta que ellos mismos deciden destetarse? ¿Sufren de algún déficit físico o mental los niños a los que sus madres alimentan con leche en polvo porque necesitan ganarse la vida? Estas y otras reflexiones hacía yo en aquel artículo y las feministas me cayeron encima en tromba: que si era yo una madre sin corazón…; que si mis hijas alguna tara tendrían porque solo les di el pecho tres meses…
Curiosamente, en las sociedades avanzadas en las que el feminismo, más que una sensata y necesaria reivindicación, se ha convertido en una religión (y bastante tiránica e inquisitorial, además), se producen este tipo de contradicciones. Paralelamente al #MeToo, al empoderamiento femenino y/o a aquel eslogan de «sola y borracha quiero llegar a casa» que propugnaba Irene Montero, surgen, quizá como reacción, corrientes involucionistas igualmente preocupantes.
Al fenómeno de exaltación de la mamá nutricia y pluscuamperfecta al que antes he hecho mención viene ahora a unirse una nueva tendencia. En el mundo anglosajón se las conoce como tradwives (‘esposas tradicionales’). Se trata de mujeres que eligen renunciar a sus carreras profesionales para entregarse en cuerpo y alma a ser la reina del hogar, el reposo del guerrero y, por supuesto, también la mater amantísima que piensa en todos y jamás en sí misma.
Desde las redes sociales, algunas de ellas con millones de seguidores, disertan sobre cómo hacer mermeladas caseras, limpiar manchas rebeldes o preparar para el rey de la casa su cóctel favorito. Cynthia Loewen, antigua Miss Canadá y ahora tradwife, afirma (al tiempo que la vemos entregada a la tarea de desatascar un lavabo) que una esposa tradicional no debe caer en la trampa de justificarse o explicar por qué ha optado por esta vida: «Me gusta y ya está. No entiendo por qué se me tiene que cuestionar, es mi elección y soy muy libre de hacerla».
Claro que muy libre es de hacerla, faltaba más, pero para las que, como yo, allá por los sesenta y setenta, luchamos por la liberación de la mujer, nos resulta difícil de entender y observar que, cincuenta o setenta años más tarde, seamos nosotras mismas las que decidamos abrazar de nuevo los roles mujeriles más ancestrales y retrógrados. ¿De verdad hay que elegir entre tener una carrera profesional o ser madre perfecta? ¿Esperar al maridín en casa zurciéndole los calcetines es la mejor prueba de amor conyugal que una mujer puede dar?
Al echar la vista atrás, da pena pensar que lo logrado entre todas hasta la fecha se quede en dos interpretaciones de la feminidad tan antagónicas como poco deseables. Por un lado, la de las feministas intransigentes que ven en el hombre un enemigo y, por otro, las tradwives y ángeles del hogar, cuyo mayor placer es emular a sus abuelas y quedarse en casa con la pata quebrada. Verdaderamente, para este viaje no hacían falta alforjas.
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