Carmen Posadas / Pequeñas Infamias: ¿La exageración como virtud?
A mi modo de ver, uno de los rasgos que mejor caracterizan estos tiempos es la sobreactuación. Ya nada es templado, ponderado, sutil. Todo se pinta con brocha gorda. Si uno está contento, lo cool es desmelenarse y reír a grito pelado (véase la gente en los restoranes) para demostrar al mundo lo superrequetebién que lo está pasando él y toda la banda.
Lo mismo ocurre con la tristeza. Pone uno la tele y siempre hay un reality en el que unas señoritas tuneadas hasta las cejas y unos maromos de diseño lloran y se mesan el tupé por las bobadas más inverosímiles.
En lo que concierne a la política, la sobreactuación es tan estomagante como obligatoria, porque si no es imposible ‘construir un relato’, primordial objetivo en un sector en que todo es puro teatro. De todo esto hemos hablado en anteriores Pequeñas infamias, pero hoy quería detenerme en otro aspecto de la sobreactuación. En la que tiene que ver con las causas que se defienden, sobre todo las más encomiables y necesarias.
Tomemos el ejemplo del feminismo. ¿Qué más necesario que intentar acabar con una desigualdad y una injusticia que afecta nada menos que a la mitad de la humanidad y que se ha perpetuado a lo largo de milenios? Sin embargo, cuando quien defiende tan inapelable causa se convierte en Torquemada y se empeña en feminizar el nombre de los meses del año para que enero sea ‘enera’ y febrero, ‘febrera’, o le da por acusar sin pruebas a hombres de tropelías cometidas hace cuarenta años, lo único que consigue es desvirtuar nuestra causa.
Otro tanto ocurre con las reivindicaciones LGTBI. Espléndida iniciativa, pero ¿realmente es necesario llevar reivindicación tan noble al extremo de legislar para que una persona pueda cambiar de sexo a los dieciséis años sin permiso paterno cuando aún no puede votar, ni siquiera hacerse un piercing? Como antes apuntaba, el problema de la sobreactuación es que desvirtúa y hasta banaliza aquello que intenta defender. O nos deja perplejos e inanes a los que no somos prosélitos fanáticos de nada y tratamos de ver el punto de vista de todos aunque no compartamos sus métodos de visibilizar el asunto.
Y ahora sé que estoy a punto de meterme en un campo de minas y, sin embargo, espero que comprendan mi punto de vista. Voy a hablar de perros.
Empezaré por decir que suscribo línea por línea lo que Lord Byron escribió en 1803 sobre la tumba de su fiel Boatswain: «Aquí reposan los restos de un ser que poseyó la belleza sin vanidad, la fuerza sin insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes del hombre sin sus vicios». Tampoco creo que sea necesario recordar que los perros han acompañado al hombre desde que se tiene memoria, han dado su vida por él, paliado sus soledades o amortiguado su dolor sembrando mil alegrías. Pero, en este mundo exagerado en el que vivimos, hasta los amantes de los perros sobreactúan.
En la reciente (y bochornosa) retirada de las tropas norteamericanas de Afganistán se produjo el siguiente episodio. Mientras los responsables de los distintos países intentaban contra reloj evacuar a sus compatriotas y a los afganos que habían colaborado con ellos, mientras madres desesperadas entregaban a sus hijos recién nacidos a los marines para salvarlos del terror talibán, la opinión pública inglesa se horrorizaba ante la noticia de que en un refugio de animales quedarían sin protección doscientos perros. Fue tal la conmoción mediática que sólo dos días más tarde se puso en marcha la Operación Arca, auspiciada, por lo visto, por la mismísima mujer de Boris Johnson. Todavía quedaban sin evacuar cientos de ciudadanos británicos y más de un millar de colaboradores afganos abocados a una muerte segura cuando el avión fletado especialmente para los perros aterrizó felizmente en Heathrow.
«Lo más escandaloso de la Operación Arca –se atrevió a argumentar un único periodista horas después– es, precisamente, que a nadie le parezca escandalosa». A continuación también se atrevió a hacerse eco de esta pregunta de un intérprete afgano a los responsables políticos que estaban en el aeropuerto para recibir a los canes. «¿Por qué la vida de un perro vale más que la de mi hija?». No hubo respuesta. En este mundo de sobreactuaciones y exageraciones, nadie se atreve a cuestionar ciertas actitudes que entre todos hemos pactado dar por aceptables.