Carmen Posadas: ‘Quelle barbe!’
Esta semana me van a tener que perdonar la frivolidad, pero voy a hablar de goaties, de los Garibaldi, de los Verdi, de perillas, de moscas; en otras palabras, voy a hablar de barbas. Siempre me ha divertido más ‘leer’ personas a través de signos externos que clasificarlas por lo que dicen o incluso por lo que hacen. Las palabras mienten, algunos hechos también, pero unos zapatos, un reloj o una barba cantan La traviata.
Cuando yo era joven, las barbas delataban sobre todo a qué partido votaba el barbudo. No era lo mismo una barba al estilo Che, como la que lucía Alfonso Guerra antes de llegar al poder, que una más socialdemócrata y liberal, como la de Guillermo de la Dehesa, pongamos por caso. Los de derechas, por el contrario, rara vez llevaban barba. Tengo ante mí la foto del primer gobierno de Suárez, donde no se ve ninguna, apenas un solitario bigote (los mostachos también tienen su lenguaje y, en aquella época, por ejemplo, había que huir como de la peste del bigote franquista, especialmente si uno quería meterse en política).
Queridos señores, esa barba rala sólo le queda bien a un adonis de 20 años. Pasada esa edad, hace que parezca que acaban de salir ustedes de un zulo
Un gremio muy dado desde siempre a barbarse es el de los escritores. Algunas de ellas son manicuradas, como la de Cabrera Infante, pero abundan más las floridas y/o asilvestradas a lo Dickens o Victor Hugo, eso por no mencionar las al estilo Tólstoi o Valle-Inclán. En otras profesiones, en cambio, como en la de matador de toros, jamás se ha visto una sola barba. Los sesenta y setenta fueron años de muchas barbas. Los hippies y la canción protesta inundaron el panorama musical de adornos pilosos. Los primeros fueron los cantantes folk norteamericanos tipo Pete Seeger y, a partir de ahí, la fiebre se extendió por el mundo entero, de modo que hasta los Beatles y Mick Jagger, pasando por los Bee Gees, acabaron con looks tan licántropos que hasta miedo daban (sobre todo Jagger).
Pero la fiebre pasó. Los ochenta y noventa fueron bastante barbilampiños hasta que, de pronto, no sé cómo ni por qué, las barbas comenzaron de nuevo a florecer. Tanto que hoy en día resulta difícil encontrar un hombre que no tenga o haya tenido barba. Vaya por delante que a mí me encantan los señores barbudos. Pero no todos y no todas las barbas. Se lleva mucho de un tiempo a esta parte un tipo de barba que me parece matadora, un verdadero gol en propia meta. Hablo de ese look ‘barbadecuatrodías’ que consigue que el individuo en cuestión parezca que ha estado en cama con Covid o con tosferina. Peor aún, que desea emular a Yasir Arafat, uno de los tipos menos sexis que ha dado la historia.
Tengo entendido que existen incluso maquinillas de afeitar especiales para conseguir ese aspecto semipiloso tan espeluznante. Porque perdonen que les diga, queridos señores, esa clase de barba rala y despeluchada sólo le queda bien a un adonis de veinte años. A partir de esa edad, lo único que consiguen es echarse quince años encima y/o parecer que acaban de salir de un zulo o de una depresión profunda. Sí, ya sé lo que me van a decir, que soy una desfasada, que las modas son las modas y que a los hombres también les gusta seguirlas. Pero como ellos parecen tener menos escuela en esto de las tendencias que las mujeres, me gustaría decirles que, entre nosotras, solo las muy muy jóvenes, o las muy necias, adoptan modas que las envejecen o las hacen parecer un espantapájaros.
Los franceses tienen una expresión que me encanta y que ellos usan cuando quieren decir que algo les provoca un aburrimiento supino: quelle barbe! Exactamente eso es lo que me inspiran los émulos de Yasir Arafat que ahora tanto abundan. Con la cantidad de posibilidades estéticas que tienen las barbas (patriarcales, recortadas, con perilla, con y sin mosca) o los bigotes (a lo Nietzsche, a lo Dalí, a lo Clark Gable y mil más) o las patillas (largas, cortas, en forma de hacha, unidas a la barba, etc., etc.), decidme, por favor, ¿por qué vais todos iguales y con aspecto de bichicome? Imaginación al poder, chicos, y que nadie al veros diga «¡qué barba!».