Carmen Posadas: ‘Querido Isaac, querido Albert’
En marzo de 1953, Francis Crick envió a su hijo de trece años, que estaba con gripe en su escuela, la siguiente carta: «Querido Michael: Jim Watson y yo hemos hecho probablemente un descubrimiento muy importante. Hemos construido un modelo para la estructura del ácido desoxirribonucleico (léelo con cuidado), abreviado ADN». A continuación y tras dibujar la ahora bien conocida estructura helicoidal del ADN, añadía una explicación sencilla, a la altura de alguien de la corta edad de su hijo, antes de resumir que había encontrado «el mecanismo básico de copiado mediante el cual la vida procede de la vida; cuando vengas a casa te mostraré el modelo», y se despedía con un: «Con mucho amor, Papá».
En esta monumental obra, José Manuel Sánchez Ron se asoma a la esfera humana de los científicos y científicas más importantes
Esta paternal carta, escrita meses antes de que Crick y Watson publicaran su revolucionario hallazgo en la revista Nature, es una de las muchas que pueden encontrarse en Querido Isaac, querido Albert: una historia epistolar de la ciencia, de José Manuel Sánchez Ron, nuestro mejor y más reconocido historiador de la ciencia. En esta monumental obra –monumental no solo por su extensión (814 páginas), sino también o, mejor dicho, sobre todo por su contenido– el profesor Sánchez Ron se asoma a la esfera humana de los científicos y científicas más importantes desde los tiempos de Kepler hasta nuestros días. Porque, tal como él mismo revela en su prólogo, en su correspondencia privada los autores se muestran «más espontáneos y arriesgados en sus planteamientos, por lo que tener acceso a ella constituye un instrumento precioso para reconstruir con gran fidelidad el pasado de la ciencia».
A través de este libro (que se lee casi como una novela) es posible asomarse a la intimidad de todos ellos, también a momentos trascendentes de su existencia, como en el caso de Lavoisier. En 1794, veinticuatro horas antes de que el filo de la guillotina segara su vida, el padre de la química moderna escribió una escalofriante carta a uno de sus primos en la que se despedía lamentando que «una vida dedicada al progreso de las artes y los conocimientos humanos no basten para protegerme de un siniestro fin y para evitar perecer como culpable». Querido Isaac, querido Albert es una ventana que permite asomarse a la correspondencia privada de personajes tan dispares como Galileo, Descartes u obviamente Newton –a quien se homenajea en el título del libro–, pero también a la correspondencia de Franklin, Faraday, Darwin, Humboldt, Ramón y Cajal y Pasteur, así como a la de la ahora recuperada para la historia Ada Lovelace, la nunca olvidada Marie Curie, Freud, Einstein y muchísimos más.
Apasionante es, por ejemplo, asomarse a la vida de este último y observar dos de sus facetas; por un lado, la genial; por otro, la humana y su cara más oscura. La genial queda retratada en la correspondencia que mantuvo con Freud, que permite ver cómo interactúan e intercambian saberes dos mentes privilegiadas. La faceta humana, en cambio, nos da idea de cómo eran sus amores y desamores, como ocurre con cierta misiva escrita por Einstein en 1914 a su todavía esposa Mileva Maric. En ella enumera las draconianas, por no decir brutales, condiciones que le puso para seguir viviendo en el hogar familiar.
Si hoy he querido hablarles de este libro no es sólo por la luz que arroja sobre cómo, cuándo y de qué manera se fraguaron los más relevantes avances científicos. Como curiosa impenitente de la naturaleza humana que soy, me ha resultado interesantísima la experiencia de conocer eso que los ingleses llaman el ‘envés de la trama’: las circunstancias, casualidades y/o causalidades que conforman el caldo de cultivo donde crece y prospera la genialidad. El libro acaba con un capítulo dedicado a Nabokov, que, además de gran escritor, fue un reputado entomólogo. El profesor Sánchez Ron apunta que lo eligió como broche final porque simboliza la fusión entre las humanidades y la ciencia, una aspiración que, según nos revela, guía su propia vida. Y en cierta medida la de todos porque ambas disciplinas se necesitan y se complementan y son, a la postre, los pilares sobre los que se asienta toda civilización.