Carmen Posadas: Simplificando, que es gerundio
Yo no sé si, debido a las campañas publicitarias de ciertos productos, a los programas del corazón, a los libros de autoayuda o simplemente a que pensar es una lata y consume demasiada energía, damos por ciertos muchos postulados que merecen al menos una mínima reflexión. Aquí les dejo dos o tres –en mi opinión tontas (cuando no peligrosas)– ruedas de molino con las que comulgamos a diario y que nadie parece cuestionar.
La primera es esta: «El amor todo lo excusa». Queda fenomenal proclamar en Instagram, Facebook o TikTok que el amor está por encima de todo, que el corazón no se equivoca, que en el amor como en la guerra todo vale. Y sí, el amor es lo más bonito del mundo y está por encima de todo, pero díganme, ¿¿¿quién ama no se equivoca??? Me parece que basta con echar un vistazo al currículum sentimental de cualquiera, el suyo, el mío o el del vecino del quinto, para darse cuenta de que el corazón se equivoca muchísimo. ¿Quién no se ha enamorado alguna vez de un tonto, de un egoísta de tomo y lomo o incluso de un malvado? El que no que escriba un libro para darnos la receta; seguro que se forra. En cuanto a que en el amor vale todo, me pregunto: ¿vale, por ejemplo, abandonar a unos hijos para «ir donde el corazón te lleve»? ¿Y liarse con la mujer de tu hermano vale también?
La fuerza de voluntad es un arma poderosa, pero por una persona que se sobrepone a las adversidades más atroces hay diez que no
Sobre el amor, y sus particularidades y sus malentendidos, se puede escribir no un artículo, sino una enciclopedia, pero me gustaría pasar ahora a otras frases hechas que damos por buenas sin pestañear. A ver qué les parece esta: «Querer es poder». He aquí un mantra que se repite a todas horas, en la publicidad, en política y, sobre todo, es la frase favorita de aquellos que han alcanzado alguna difícil meta, ya sea en el deporte, en los negocios o enfrentándose con éxito a una enfermedad o cruel revés de fortuna. Y es verdad que la fuerza de voluntad es un arma poderosa, pero por una persona que se sobrepone a las adversidades más atroces hay diez –o cien o mil– que no lo consiguen. ¿Significa eso que son más tontas, más irresolutas, más débiles? No. Lo que ocurre es que la vida es compleja (y también injusta) y el éxito no depende sólo de la voluntad, sino de varias circunstancias y no pocos imponderables, como la buena o mala suerte, sin ir más lejos. Ya sé que esto que digo es la antítesis de lo que ustedes leerán en un libro de autoayuda. Queda mucho mejor afirmar que uno es capaz de todo lo que se proponga, pero, primero, es mentira y, segundo, es una fuente de infelicidad para todos aquellos (y son legión) que no lo logran. Me parece, por tanto, más generoso contar la verdad para que, si alguien no consigue lo que se propone, no tenga que sumar al dolor del fracaso la no menos dolorosa sensación de que la culpa es suya.
Otra premisa, que primero hizo fortuna gracias a la tele y después y entre todos hemos convertido en dogma de fe, es esta: «Porque yo lo valgo». Como gancho publicitario de una marca de cosméticos resulta impecable. Yo me lo merezco todo. Tener el pelo de Penélope Cruz, los labios de Scarlett Johansson, el carisma de Kate Winslet… Como actitud ante la vida, en cambio, ya es harina de otro costal. No me pregunten qué fue primero, si el huevo o la gallina, pero de un tiempo a esta parte cada hijo (o hija, seamos políticamente correctos) piensa que se lo merece todo. Y tener la autoestima alta es estupendo y muy útil en la vida, pero me temo que la mayoría del personal se lo toma no como un eslogan brillante, sino como patente de corso. Porque yo lo valgo hago lo que me da la gana; porque yo lo valgo paso por encima de cualquiera; porque yo, yo y yo.
Dirán ustedes que esta semana me ha dado por los sermones y es verdad, menuda filípica. Pero lo único que pretendía con estas líneas era poner de relieve que con la sobredosis de simplificación que nos infesta damos por buenas premisas que merecen algo más de análisis. Los tres ejemplos antes descritos son los que más me llaman la atención, pero no aspiro a convencer a nadie de nada. Bueno, sí, pero solo de una cosa: de que simplificar demasiado y pensar que problemas complejos tienen soluciones fáciles no es más que un engañabobos.