Carmen Posadas: Síndrome del pollo sin cabeza
Acabo de enterarme de que tengo uno de los males de nuestra época. Se conoce con el nombre de ‘productividad tóxica’, pero yo, ignorante de que existía, hace años que lo llamo ‘síndrome del pollo sin cabeza’. Le cuento sus síntomas para ver si se siente usted identificado.
Si es incapaz de estar sin hacer nada; si, cuando se toma un descanso, de inmediato le asalta un sentimiento de culpa tal que se levanta como un resorte y se pone a arreglar armarios, a hacer pesas o a lavar el coche; si tiene una lista de tareas pendientes más larga que un día sin pan, que lejos de menguar crece por minutos, bienvenido al club de los pollos descabezados.
Si tiene una lista de tareas pendientes más larga que un día sin pan, bienvenido al club de los pollos descabezados
Hay quien dice que este frenesí comenzó con la pandemia, cuando estábamos encerrados en casa y, en vez de disfrutar del parón mundial, nos dio por ‘bricolajear’ la casa entera, hornear infinitos muffins y colgarnos de la lámpara haciendo gimnasia como si no hubiera un mañana. Pero yo no lo creo. Pienso que la productividad tóxica es un efecto colateral de la carrera de ratas en la que estamos todos desde hace años. Una consecuencia también del «tanto produces, tanto vales», que es el mercantilista baremo que utiliza la sociedad para medir la valía de una persona. Una consecuencia, asimismo, de otra característica de nuestro tiempo: el pavor, el miedo, el pánico a aburrirse.
Por eso la productividad tóxica no solo se manifiesta en la parte laboral de nuestras vidas y nos obliga a estar permanentemente pendientes del correo electrónico, de los chats de trabajo y de la llamada del jefe, incluso a las once y media de la noche. Se manifiesta igualmente en los ratos de ocio. Porque, con tal de no encontrarse con uno mismo –conmigo misma, debería decir porque este es mi vivo retrato–, nada más abrir un ojo un domingo voy y conecto la radio a ver qué noticias hay; segundos después me enchufo un pódcast a ver si aprendo algo interesante y, casi al mismo tiempo, me pongo a leer un libro. Y no, no me refiero a un libro que me guste (ese placer por suerte aún lo conservo): me refiero a uno de esos que los ingleses llaman improving books. Es decir, libros provechosos y/o útiles que, en mi caso, van desde un tratado que me ayude a entender algo de mecánica cuántica (¿?), a otro que hable de inteligencia artificial (¿¿??) o a un sesudo estudio de lo que está pasando en China. Esa soy yo. La eterna estudiante de todo lo que no entiendo y me supera. Y conste que no me parece del todo mal. Peor sería que en mi ‘pollo-sin-cabecismo’ me diera por la vigorexia o por coleccionar Barbies, que de todo hay en la viña de la productividad tóxica.
Dicho esto, ahora que empieza un nuevo año, uno de mis buenos propósitos va a ser escapar de este pernicioso círculo de actividad sin fin. Se acabó, voy a sentar cabeza. Para hacerlo, he consultado con los que saben y estos son los consejos que he recibido. En lo que concierne al trabajo, deberé establecer límites, definir horas claras de inicio y finalización de la hora de escribir. También tendré que trazarme objetivos realistas, priorizar y luego darme premios cuando cumpla con estas rutinas. Lo mismo me recomiendan para los ratos de asueto. Rutina, objetivos realistas y premios cuando una ha sido buena. Palabra que pienso intentarlo, pero lo tengo bastante crudo.
Ya sigo una rutina de trabajo: cada mañana me pongo una pistola en la sien y me obligo a escribir hasta la hora de comer. Sin embargo, la inspiración (y la imaginación) es la loca de la casa y me asalta cuando le da la gana: en la ducha, cuando cocino o cuando estoy penando con mi librote sobre la IA. Por eso, porque soy un caso grave de ‘pollo-sin-cabecismo’ y mi cabeza no para jamás, no me quedará más remedio que hacer lo que algunos expertos recomiendan en casos perdidos como el mío: ponerme delante de una pared blanca y mirarla mucho rato. Por lo visto, el método es eficacísimo y resetea un montón, pero me temo que me costará horrores. Menudo bodrio. Ojalá una mosca se pose por ahí y me alegre el espectáculo, pero, por lo visto, lo de la mosca es del todo desaconsejable. Pared blanca y punto. Concentración, introspección, no pensar en nada… En fin, por probarlo que no quede y ya les contaré qué tal me va con la terapia. Si no saben nada de mí en un par de semanas, será que, por fin, oooooooooom, este pollo sin cabeza habrá llegado al nirvana.