Carmen Posadas: Tiempo que todo lo embelleces (sobre todo lo más brutal)
Hace unos 15 años, en un Congreso Iberoamericano de la Lengua celebrado en Colombia, unos cuantos escritores, entre los que recuerdo a Andrés Trapiello, Lorenzo Silva y Javier Moro, nos escapamos a ver lugares de la ciudad ajenos a los circuitos turísticos habituales. Como un barrio apartado y muy conflictivo que fue rescatado de la marginalidad gracias a la construcción de un teleférico que lo conectó con el resto de la ciudad, evitando así su ensimismamiento. El milagro del teleférico me sorprendió, pero mucho más la segunda de nuestras visitas, que fue a uno de los cementerios de Medellín. Los cementerios dicen mucho de la población a la que pertenecen, y este en concreto guardaba un secreto nada usual.
Los malvados de ayer se convierten en los héroes del mañana. ¿Qué hace que exista esta extraña fascinación por el asesino?
Después de pasear por distintas zonas observando los siempre interesantes (y delatores) monumentos mortuorios –panteones estrambóticos dignos de una novela de García Márquez, angelotes con la oreja adosada a tal o cual lápida, tumbas con foto del difunto, etcétera–, nos llamó la atención una simple y sin adornos. Estaba tapizada de flores y adornada con animalitos de peluche y otros objetos, pero lo más notable era la actitud de la gente que congregaba a su alrededor. Había personas postradas ante ella; otras preferían acercarse de rodillas musitando oraciones; las había también que entonaban por lo bajito canciones para no disturbar la paz del lugar. A punto estaba de preguntar qué santo tan milagrero estaba enterrado allí cuando uno de mis acompañantes, no sé si Lorenzo Silva o Javier Moro, me señaló la inscripción que se entreveía entre un ramo de gladiolos y otro de violetas: «Pablo Emilio Escobar Gaviria, diciembre 1 de 1949-diciembre 2 de 1993».
Para escribir este artículo he rebuscado en Internet fotos de la tumba del que fuera el narco más buscado de su tiempo y ha cambiado bastante desde que yo la visité. Junto a su lápida, tan sencilla como la de antaño, pueden verse ahora cinco más: las de su madre, su padre, su tío, su guardaespaldas de confianza, también la de su nana. Los reporteros y curiosos que hablan de Escobar en los vídeos explicativos se refieren a él como «El Patrón» y aseguran que su espíritu responde a las plegarias que las gentes le dirigen y que incluso ha obrado algún que otro milagro.
Hay que decir que Pablo Escobar fue muy querido en su tierra natal. Él se jactaba de robar a los ricos para dar de comer a los pobres y, aunque no era del todo cierto, sí se sabe que en su tiempo financió escuelas, construyó viviendas, etcétera. Con el paso del tiempo su figura no ha hecho más que crecer hasta alcanzar niveles de leyenda. Tal vez por eso, treinta y tantos años después de su muerte, las autoridades colombianas han tomado una medida controvertida: prohibir la muy próspera venta de souvenirs que ensalzan su figura.
Tanto en Medellín como en el resto del país, en hoteles, mercadillos y hasta en grandes superficies proliferan camisetas, tazas, imanes de nevera y otros muchos objetos en los que, bajo la foto del personaje, puede leerse «El Patrón», que era el epíteto con el que se le conocía cuando, como capo de la droga, a punto estuvo de poner a Colombia de rodillas. También hay objetos con otra frase que él hizo célebre. Al ser detenido por un policía en un control rutinario, El Patrón mostró al agente una considerable cantidad de dinero al tiempo que decía: «Tú eliges, muchacho: plata o plomo».
«No podemos seguir admirando a individuos de esta calaña y actuar como si sus crímenes fueran hazañas», ha explicado el congresista promotor de esta iniciativa. «Existen otros medios de promocionar nuestro país». ¿Qué hace que exista esta extraña fascinación por el pícaro, el ladrón, el asesino? Los malvados de ayer se convierten en los héroes del mañana. Ya ocurrió en España con los bandoleros, pero el fenómeno es mucho más notable en estos tiempos en los que todo se pone en solfa, se revisa, se replantea, y lo que era negro resulta que ahora es blanco.
Dicho esto, si van a Medellín, no dejen de visitar la tumba de Escobar. No para dejarle un ramito de violetas, tampoco para fotografiarse con una gorra que diga «plata o plomo», menos aún para musitar una oración. Pero sí para asombrarse de lo corta que es la memoria humana. Ya nadie parece recordar que este individuo ordenó la muerte de más de 4000 personas y se hizo con 30.000 millones de dólares ganados no precisamente con el sudor de su frente, sino con el dolor ajeno.