Carmen Posadas: Tomándome un Dubonnet con ‘El mercader de la muerte’
Existen en la historia personajes tangenciales cuyo nombre casi nadie conoce, pero que, sin embargo, han cambiado el curso de la historia. ¿Qué hubiera pasado, por ejemplo, si un tal Jean-Baptiste Drouet, maestro de postas de Sainte-Menehould y antiguo soldado, no hubiese reconocido, en el criado de una dama, que fingía viajar de incógnito, a Luis XVI, que huía de quienes, pocos meses después, se ocuparían de guillotinarlo? ¿Y cuál habría sido el resultado de la batalla de Waterloo si el mariscal Grouchy, al ver que las circunstancias del combate habían cambiado, en vez de emperrarse en obedecer ciegamente las directrices dadas por Napoleón la víspera, hubiese vuelto sobre sus pasos y acudido en ayuda del emperador? Son con frecuencia personajes tan secundarios como desconocidos los que escriben la historia, y Basil Zaharoff es uno de ellos. Se dice que su alargada sombra está detrás de grandes confrontaciones bélicas como la guerra ruso-japonesa de 1905 (primera piedra en el camino hacia la caída del zar Nicolás II); también lo está detrás la guerra de los Bóeres e incluso hay quien habla de él en el estallido de la Primera Guerra Mundial. ¿Pero quién era Basil Zaharoff? Chico para todo de un burdel turco, bombero, cambista, más tarde financiero, traficante de armas y, por fin, multimillonario, nació en Constantinopla en el seno de una familia griega de humilde extracción y murió casi nueve décadas más tarde en Mónaco, donde fue dueño del casino de Montecarlo, así como del emblemático Hotel de París. Entre Constantinopla y Montecarlo, su andadura vital pasa por Londres, París, Moscú, buena parte de América, también por Madrid o Cartagena, a donde se desplazó para hacer a Isaac Peral –inventor del primer submarino torpedero– una oferta de esas que no se pueden rechazar… Amigo de reyes y sátrapas, confidente del primer ministro británico Lloyd George y del presidente francés Clemenceau y fuente de inspiración para Hergé, autor de Tintín, y también para Ian Fleming, que lo convirtió en uno de los primeros antagonistas de James Bond, Basil Zaharoff tenía un rasgo redentor, un gran amor. Ella era una española malcasada con un pariente de Alfonso XIII, un individuo con serios problemas mentales.
Con estos y otros mimbres se teje la novela El mercader de la muerte, cuya historia conozco desde su génesis porque su autor es mi hermano Gervasio. Hummm, pensarán ustedes, recomendación tan entusiasta suena a nepotismo. Pero no. Aunque quiero mucho a mi hermano, se me da pésimo ensalzar un libro que no me gusta. Pero también me parece injusto no hablar de él solo porque lo haya escrito mi hermano, de modo que allá van más datos sobre esta historia que ayuda a entender ciertos acontecimientos del siglo XX. Nos encontramos en el periodo de entreguerras. Tras los traumas de la guerra del Catorce, la gripe española de 1918 y el crack del 29, Europa vive uno de esos periodos de calma y bonanza que, ahora lo sabemos, solo anteceden a otra y aún más brutal tormenta. Montecarlo es un nido de espías y alguien ha hecho correr la voz de que Zaharoff está escribiendo unas memorias que pueden contener información que interesa tanto a Hitler como al resto de las potencias europeas. Y entretanto Europa, y más concretamente Mónaco, arde en fiestas mientras esos a los que Scott Fitzgerald llamaba the happy few (‘los pocos felices’) se divierten de lo lindo al tiempo que en el horizonte empiezan a formarse muy negros nubarrones. Todas las historias que aquí se cuentan, así como el papel de Coco Chanel, Stavisky, Alfonso XIII, la familia Grimaldi en pleno y el largo etcétera de personajes secundarios que desfilan por sus páginas convierten a El mercader de la muerte en uno de esos libros que uno está deseando volver a casa para sumergirse en él. Decía Flaubert que, cuando la realidad se vuelve insufrible (ustedes ya me entienden), lo mejor que se puede hacer es zambullirse en la orgía perpetua de la literatura. Eso mismo hago yo, de modo que aquí me tiene ahora. En la terraza del Hotel de París de Montecarlo, disfrutando de un Dubonnet helado en compañía de sir Basil Zaharoff (encantador, por cierto).