Carmen Posadas: Un asunto no tan baladí
Según el llamado ‘efecto Flynn’, el cociente intelectual medio de nuestra especie aumenta cada año. Este efecto, que toma su nombre del investigador político que lo ideó, se vale para sus mediciones de test de inteligencia realizados en todo el mundo desde la década de los treinta hasta nuestros días, adaptados, como es lógico, a las distintas culturas, situaciones sociopolíticas, nivel de educación, etcétera.
Es importante que así sea porque, como señaló el propio Flynn, el tipo de pensamiento que se requiere para lidiar con problemas de supervivencia en el desierto, por ejemplo, no tiene nada que ver con el que se necesita para desempeñarse bien en el llamado ‘Primer Mundo’, donde priman otras destrezas. Curiosamente, de un tiempo a esta parte, el efecto Flynn revela que el cociente intelectual que desde los años sesenta subía de modo sostenible, a partir de los noventa no solo se ha estancado (cosa que sería natural, al fin y al cabo no puede crecer eternamente), sino que mengua. Sobre todo en los países avanzados, mientras que en los emergentes mantiene el crecimiento.
Al perderse los matices que un vocabulario amplio permite, las posibilidades de formular un pensamiento complejo decrecen sustancialmente
A priori parece lógico que así sea; al fin y al cabo, cualquier mejora en la calidad de vida y el nivel de educación de las personas, agudiza el ingenio y ensancha la mente. ¿Pero por qué ocurre lo contrario con el cociente intelectual en las sociedades avanzadas y privilegiadas? ¿Por qué decrece el cociente intelectual medio? Existen explicaciones para todos los gustos, desde la autocomplacencia al efecto de las redes sociales, pasando por la decadencia de los sistemas educativos. Sin duda, todos estos factores juegan un papel importante, pero existe, además, otro más silente e invisible, que, me parece, vale la pena destacar.
En su libro Los caminos de la estrategia, el profesor Christophe Clavé señala que esa inversión del ‘efecto Flynn’ tal vez se deba a que se está produciendo en las sociedades avanzadas un paulatino y cada vez más evidente empobrecimiento del lenguaje, un estrechamiento de su campo léxico. Y no se trata solo de una disminución en el número de palabras que se utilizan. Ocurre también que esa simplificación del lenguaje propicia que, al perderse los matices y sutilezas que un vocabulario amplio permite, las posibilidades de formular un pensamiento complejo decrecen sustancialmente. Me pareció reveladora esta apreciación. De hecho, yo misma he recortado mi vocabulario. No solo cuando hablo, para no parecer pedante o redicha, sino cuando escribo, para que me entiendan mejor.
El lenguaje se ha simplificado de tal manera que, según apunta Clavé en su ensayo, varios tiempos verbales han desaparecido. No solo los compuestos y/o menos usuales como el presente del subjuntivo (‘yo haya’ – ‘tú hayas’…), también los más usuales como el pretérito perfecto del indicativo (‘hube’) y el imperfecto (‘hubiera’ o ‘hubiese’). De hecho, ahora todo se expresa en presente. No hay más que ver los titulares de los periódicos: «Lluvias torrenciales asolan el país durante semanas»; «El Rey recibe al primer ministro». Todas estas acciones ya han tenido lugar, pero da igual; relatarlas en presente parece que aporta a la noticia un plus de relevancia y actualidad. Hasta las novelas parecen haberse contagiado de esta necesidad de inmediatez; en muchas de ellas no se usa más tiempo verbal que el presente, mientras que los restantes, con todos los matices que les eran propios, han dejado de existir.
Un empobrecimiento similar ocurre también con los adjetivos. Ya nadie se toma la molestia de usar otros que los cuatro o cinco más evidentes: ‘bueno’, ‘malo’, ‘bello’, ‘feo’, ‘grande’ o ‘pequeño’. Añádase a continuación el prefijo ‘super’ o un par de tacos y con eso basta para expresar una idea. Si antes se necesitaban dos o tres frases para describir, por ejemplo, una puesta de sol, ahora basta con decir que era ‘superbonita’ o ‘la rehostia’ y ya está. Puede parecer un asunto baladí este estrechamiento de nuestro campo léxico, pero tanto Orwell, en su 1984, como Huxley, en Un mundo feliz, alertaron ya hace años de cómo las dictaduras utilizan las palabras, los tiempos verbales y los eufemismos para moldear el pensamiento. No quiero alarmarles, pero tampoco está mal recordar que en el principio fue el verbo, la palabra. Y no porque lo diga la Biblia, sino porque ellas son las que propician el pensamiento y, por tanto, nos hacen libres.