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Carmen Posadas: Unos tienen la fama…

Recientemente, Carmen Iglesias, en un brillante y esclarecedor texto, se hacía eco de una divertida anécdota que tiene como protagonista a Alexander von Humboldt. Relata el padre de la geografía moderna que un día, en las inmediaciones del

Orinoco, fue a dar con una tribu de zambos (hijos de india y negro) que, como todas, estaba bajo la protección especial del Rey de España. El jefe lo recibió solemnemente y aprovechó para indagar cómo se encontraba su ‘primo’ el Rey. A continuación, y después de dejar claro que, a pesar del color de su piel era un caballero blanco, le presentó a su mujer y a su hija, doña Isabela y doña Manuela, «tan desnudas como él», especifica Humboldt, añadiendo que, a pesar de no haber salido nunca de su territorio, el cacique seguía «con vivo interés las noticias de Madrid y todas las cosas de allá».

 

No es casual que la ley que despenalizó los enlaces interraciales en los territorios españoles sea de 1514, mientras que en EE.UU. date de 1967

 

No es de extrañar que Humboldt se quedara impresionado por lo que vio aquel día. Casi tanto como cuando pudo constatar que, a lo largo de toda la América española, existía –desde el siglo XVI, es decir, dos siglos antes que en el Norte anglosajón– una vasta constelación de universidades en las que, entre otras muchas disciplinas, podían estudiarse lenguas indígenas, tal como ocurre en  la actualidad solo que con 500 años de adelanto. Para un alemán como él, lo mismo que para un francés, holandés, inglés o norteamericano, era y es casi inconcebible la actitud que, desde los primeros años de la colonización del continente, tuvieron los españoles con respecto a las poblaciones autóctonas. En ese sentido, y salvedad hecha de algunos excesos, que por supuesto los hubo, bien puede decirse quizá que la aportación más grande que España ha hecho a la civilización es ese glorioso entrevero de razas, culturas y costumbres que conocemos como mestizaje y que es el mejor antídoto que existe contra el racismo y la xenofobia.

Siempre me he preguntado el porqué de esa notable diferencia entre nuestra cultura y la de otros países en ese terreno. No es casual, por ejemplo, que en los Estados Unidos las tribus autóctonas fueran prácticamente exterminadas (con todos nosotros aplaudiendo como entusiastas espectadores de películas del Lejano Oeste, dicho sea de paso). Y tampoco lo es que la ley que despenalizó los matrimonios interraciales en los territorios españoles sea de 1514, mientras que la misma ley en los Estados Unidos tenga por fecha 1967 (hasta ese momento quien contrajera matrimonio con un negro acababa en la cárcel), y en Sudáfrica la despenalización no llegó hasta 1985. Doctores tiene la Iglesia, y supongo que habrá diversas teorías del porqué de esa diferencia abismal en lo que a tolerancia racial se refiere, pero se me ocurre una explicación de puro sentido común: a diferencia del resto de sus vecinos europeos, España siempre ha sido un cruce de caminos.

Mientras los ingleses, por ejemplo, son una isla en el más geográfico y también metafórico de los sentidos, nosotros nos abrimos al mundo. Por la Península han pasado íberos, celtas, fenicios, cartagineses, griegos, romanos, visigodos y, por supuesto, árabes y judíos, que convivieron durante siglos con el resto de la población. Si bien ahora la mayoría de los historiadores refuta la teoría de una idílica convivencia de las tres culturas, existió una coexistencia si no pacífica, sí tolerante. A esta circunstancia, bastante única, debemos sumar, por ejemplo, el hecho de que Isabel la Católica, por motivos de Estado, pero también por una compasión atribuible a sus creencias religiosas, muy poco después del Descubrimiento de América promulgó una ley que no solo prohibía la esclavitud en los territorios recién encontrados, sino que también dejó claro que los nativos de las Indias eran súbditos de Castilla de pleno derecho.

De un tiempo a esta parte son muchas las voces que se alzan para recordar estos y otros pormenores de una historia que hasta ahora se ha mostrado muy cicatera con el papel de España en el Descubrimiento de América. Con datos objetivos en la mano, sin embargo, es más que evidente que, en lo que a derechos humanos, compasión y solidaridad se refiere, unos tienen la fama y otros cardan la lana. Por eso no está mal recordarlo de vez en cuando. No por patrioterismo ni por pintar de rosa una realidad que, como todas, también tuvo sus puntos oscuros. Sino por conocer cómo fueron los hechos realmente y, también y por qué no, sentirnos orgullosos de ellos. Motivos no faltan.

 

 

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