Carmen Posadas: Virtudes sobrevaloradas
Entre las preguntas que plantea el famoso cuestionario Proust, mi favorita es esta: «¿Qué virtud considera usted que está más sobrevalorada?». Como a dicho cuestionario se han sometido todo tipo de personas conocidas, es curioso ver qué opinan unas y otras. Para Martin Scorsese, por ejemplo, la virtud más sobrevalorada es la prudencia. Su argumento es que, sin los osados e imprudentes, la humanidad aún estaría en la caverna. El afamado psicólogo y catedrático Steven Pinker, por su parte, señala otra virtud, la autenticidad, tal vez porque quien se declara auténtico suele arrogarse patente de corso: «Digo y hago todo lo que me da la gana, caiga quien caiga, soy tan auténtico…».
Ante mi estupor, la virtud más sobrevalorada según Kenneth Branagh es la dignidad. Para mí, la dignidad es una cualidad espléndida que, según el diccionario, describe a un individuo que siente respeto por sí mismo y por los demás. No sé por qué le disgusta tanto a Branagh, me encantaría preguntárselo, pero él no se extiende en explicar el porqué. Imagino que será porque en lengua inglesa dignidad tiene un componente de pomposidad, de arrogancia incluso. En cuanto al noruego Gustav Iden, triatleta y campeón de Ironman, la virtud más sobrevalorada es la humildad. «No me importa que me tachen de soberbio», ha declarado en alguna ocasión. «En el deporte, la humildad sobra. Hay que creerse el número uno, es la única manera de acabar siéndolo». A Nietzsche le hubiera encantado esta respuesta, también él consideraba muy sobrevalorada esta virtud, y eso a pesar de que él de deportista tenía poco.
«¡Yo lo que exijo a mi pareja es sinceridad!». Pues yo, en cambio, no. En esto del amor, me considero más de la escuela de Simone de Beauvoir y menos de la de Jean-Paul Sartre
Yo también pienso que hay varias virtudes que gozan de inmerecida estima. Empezaré por la más obvia: la sinceridad. No sé ustedes, pero yo, cada vez que alguien me dice que es muy sincero, o desconfío o me echo a temblar. Desconfío porque «dime de qué presumes y te diré de qué careces». Y tiemblo porque, tras una declaración de esta índole, siempre viene una bordería o tamaña grosería: «Mira, como no tengo pelos en la lengua, te diré que te veo una cara fatal…». Por otro lado, opino que existe una confusión considerable con respecto a la sinceridad. Para mí no es un valor absoluto. Hay veces en que es mejor callarse; otras en que es mejor mentir, y hay, por fin, verdades que, por el bien de todos, no deberían saberse nunca.
Ya sé que voy bastante a contracorriente del espíritu de los tiempos al decir esto, pues existe actualmente un culto reverencial y sin matices a la verdad, sobre todo en las relaciones afectivas. En los programas esos de ligues que vemos en la televisión, tipo La isla de las tentaciones y demás engendros, lo primero que proclaman los concursantes (tan monos ellos, tan tuneados y tan de diseño que parecen plastificados) es algo así como: «¡Yo lo que exijo a mi pareja es sinceridad!». Pues yo, en cambio, no. Primero, por las razones antes mencionadas. Y, segundo, porque en esto del amor me considero más de la escuela de Simone de Beauvoir y menos de la de Jean-Paul Sartre.
Como es sabido, ellos mantuvieron una relación abierta, por lo que cada uno podía tener todos los ligues que quisiera y su particular unión duró cincuenta años de feliz entente. Beauvoir era reservada, pero a Sartre le chiflaba relatarle sus otras experiencias amorosas con pelos y señales, por lo que ella en sus memorias llegó a confesar: «Hubiera preferido que Sartre me mintiera de vez en cuando…». Y eso me lleva a otra virtud que también considero algo sobrevalorada y es la fidelidad. Ya sé que es necesaria para cimentar la familia, para crear vínculos duraderos, para propiciar el buen funcionamiento de la sociedad, etcétera. Pero, al menos para mí, la verdadera fidelidad no es un valor absoluto a menos que vaya acompañada de dos ingredientes que considero fundamentales, lealtad y respeto. Porque se puede ser el casto José o la castísima Susana y, sin embargo, mostrarse desleal o irrespetuoso con la pareja en otros ámbitos tanto o más importantes de la vida. Por la misma razón que se puede ser muy sincero y hacer daño; digno y, sin embargo, arrogante; auténtico y, a la vez, un perfecto maleducado. Es lo que tienen las virtudes. En este mundo nuestro tan contradictorio y lleno de matices, hasta los conceptos que parecen más inapelables tienen su cara B.