Casa Rorty XIV. Fernando Savater en los años peligrosos
El desencuentro entre el filósofo y El País es una expresión de las fricciones que se producen de manera regular en los medios de comunicación, pero también es la expresión de un cambio político caracterizado por la radicalización de las ideas políticas dominantes en la democracia liberal.
El despido de Fernando Savater de El País, diario en el que había venido colaborando durante los últimos 47 años, no ha sorprendido a nadie: el filósofo elevó el tono de sus críticas contra la línea editorial del periódico y bien puede decirse que este último no tenía más remedio que hacer lo que ha hecho; cosa que Savater sabía de antemano y ha reconocido luego sin ambages, renunciando así a cualquier victimización. Esto último tiene más importancia de lo que parece: el ejercicio de la libertad de conciencia, manifestado a través de la palabra, puede acarrear consecuencias que debemos estar dispuestos a arrostrar… siempre que uno no se convierta en víctima de la denominada “cultura de la cancelación”, que es algo muy distinto. Desde el punto de vista del periódico para el que trabajaba, en definitiva, el despido de Savater estaba justificado y no puede achacarse al disgusto del pensador con la línea editorial del periódico, en contra de la cual se han manifestado otros colaboradores regulares del medio sin que tengamos noticia de mayores sobresaltos. Para quien desconozca la historia completa, con todo, no puede dejar de recordarse el despido —declarado improcedente por los jueces en aquellos casos en los que se llegó a juicio— de quienes dirigían el periódico antes de la llegada al poder de Pedro Sánchez; una línea editorial crítica con el dirigente socialista pasó a ser exactamente lo contrario, si bien entre los columnistas —viejos o nuevos— ha seguido habiendo una cierta diversidad de opiniones.
Que la salida de Savater de El País no es un suceso cualquiera, sin embargo, ha quedado claro desde el primer momento: la cualidad carismática del pensador, que acredita una libérrima trayectoria intelectual —no exenta de errores de juicio admitidos por él mismo— y además tuvo el coraje de enfrentarse a ETA durante los años del plomo, tiene mucho que ver con ello. Pero hay algo más. Se diría que la desvinculación —a la vez forzada y forzosa— de Savater y El País compone un retrato de época, condensando tendencias y expresando conflictos que se hacen carne en esa pareja de baile hoy desavenida. Y si bien sería un error pensar que estamos ante un episodio que responde a la particular idiosincrasia española, también haríamos mal si lo interpretásemos como una simple manifestación de las disrupciones globales de la democracia. La razón es sencilla: nuestra democracia presenta singularidades que la distinguen del resto. No es que seamos especiales; somos diferentes. El caso Savater viene a demostrarlo.
Vamos por partes. La noticia de su despido me llegó cuando acababa de terminar Los años peligrosos, el magnífico ensayo que Ramón González Férriz ha publicado en la editorial Debate. Su propósito no es otro que explicar lo sucedido durante los últimos quince años en la democracia occidental, un periodo durante el cual se ha producido una radicalización de las ideas dominantes; el método del autor consiste en la identificación de los factores que han impulsado ese proceso. No todos ellos son relevantes para explicar el asunto Savater, cuya biografía —repítase las veces que haga falta— atestigua por sí sola que los españoles vivieron años mucho más peligrosos que estos. Pero poco falta. Así, por ejemplo, González Férriz diferencia con acierto el ordoliberalismo europeo del neoliberalismo anglosajón, enfatizando que el primero define como economías sociales de mercado a las democracias continentales cuando estalla la crisis financiera. Y aunque esto no parece tener nada que ver con Fernando Savater, lo cierto es que el giro a la izquierda de la socialdemocracia española no se explica sin la amenaza que supuso para la hegemonía electoral del PSOE el ascenso de Podemos, en cuyo discurso era recurrente la denuncia del “orden neoliberal”. Todo está conectado; o casi.
De manera más evidente viene al caso, en cambio, el conflicto entre élites que se produce con la irrupción de movimientos extremistas de izquierda y derecha. Para González Férriz, los modelos originales son el Tea Party estadounidense y el 15-M español. Se trata asimismo de un conflicto entre generaciones, que Peter Turchin explica como una expresión del problema que supone para una sociedad liberal producir más titulados universitarios —en las disciplinas humanísticas y las ciencias sociales— de las que puede absorber. A ese respecto, es obvio que Fernando Savater no significa lo mismo para una generación de lectores que para otra; máxime cuando el escritor no se ha alineado con la nueva izquierda española que surge del 15-M y la posterior mutación que experimenta el PSOE bajo el liderazo de Pedro Sánchez. Quítate tú, que me pongo yo: aunque la revolución digital multiplicó las posibilidades expresivas de los aspirantes a crear opinión, los periódicos de papel seguían teniendo un número limitado de columnistas y muchos pensaron que su momento había llegado; la denuncia del llamado peyorativamente “régimen del 78” incluía la jubilación forzosa de sus protagonistas. O, al menos, de aquellos que tuvieron la insolencia de no dar la razón a nuestros populistas.
A causa de la irrupción de los nuevos actores políticos, señala Férriz, la oferta ideológica se ha ampliado con rapidez. Y eso incluye a los nuevos radicalismos de izquierda y derecha, que ejercen así presión sobre la socialdemocracia clásica y el conservadurismo de raigambre democristiana, sin que el liberalismo de corte tecnocrático pueda tampoco irse de rositas. En el caso de la izquierda, es decisiva la influencia de la denominada Teoría Crítica, que entiende la democracia liberal como una forma de sometimiento de las mayorías a manos de la élite blanca y masculina. Tal como señala González Férriz, los licenciados universitarios formados en ese marco teórico han empezado a ocupar cargos de responsabilidad en los medios de comunicación. Pero también han ascendido en el interior de los partidos políticos, generando un conflicto entre el nuevo radicalismo de izquierda y el viejo progresismo gradualista; un conflicto que, como se ha señalado, es asimismo generacional. El despido de Savater tiene así que ver con este enfrentamiento, aunque está lejos de explicarlo por completo. Ciertamente, Savater representa una izquierda universalista —lejos ya de los postulados casi anarquistas de su juventud— a la que le cuesta entenderse con la izquierda woke y con la izquierda populista. Aunque tiempo habrá en este blog para analizar con detalle los elementos ideológicos de esa nueva izquierda, baste señalar aquí que una de sus características principales —común a los populismos de derecha e izquierda— es el rechazo de aquello que la democracia liberal tiene de liberal: la separación de poderes, el respeto a la privacidad, la distinción entre Derecho y moralidad, la aspiración universalista de la ley común, el principio del gobierno limitado, la aceptación de los organismos contramayoritarios, la cautela ante la ideología. Despachar este conflicto con la afirmación de que Savater se ha “derechizado” no deja de ser el intento por aplicar un abracadabra habitual en nuestro país y carente, sin embargo, de fuerza explicativa.
Es aquí donde entra en juego con fuerza la variable española. Porque resulta difícil encontrar en las posiciones defendidas últimamente por Savater nada que no pudiera reconocerse en los postulados de la izquierda tradicional, salvo acaso su indiferencia hacia el bienestar animal (aunque el mismísimo Pedro Sánchez mostró abiertamente su preferencia por un buen chuletón en su punto) o sus quejas por la feminización de El País (en las que no obstante asoma la fricción entre el feminismo liberal y el feminismo radical). La clave, como sabemos todos, está en otro sitio. Y ese sitio es España, donde unas insólitas condiciones de partida han dado lugar a un resultado también insólito; si aquí se ha producido una radicalización política que alcanza a las clases medias, como señala González Férriz, ese proceso presenta rasgos peculiares. Concedido: a esto puede replicarse diciendo que todos los países son peculiares y que cada uno lo es a su manera; lo cual es cierto. Pero también lo es que la entente que forman una socialdemocracia radicalizada —que ha hecho suyo el discurso de la izquierda populista— y nuestros nacionalismos interiores, muchos de los cuales se han hecho abiertamente separatistas, no tiene equivalente en el panorama comparado. Tampoco el procés admite comparaciones, dicho sea de paso, pese a que puede verse —como hace González Férriz— como el medio a través de cual el nacionalismo gobernante en Cataluña canalizó el malestar social inducido por la crisis financiera. No en vano, los votantes del nacionalismo etnocéntrico se perciben a sí mismos —en Cataluña y el País Vasco— como situados a la izquierda del espectro ideológico: una mosca que se ata por el rabo.
La cuestión es que las críticas de Savater contra la línea editorial de El País lo son contra la adhesión del periódico a un gobierno socialista que ha pactado con la extrema izquierda y el separatismo, pero que al hacerlo no ha traído a esas fuerzas de vueltas al consenso constitucional, sino que se ha dejado arrastrar por ellas en la dirección contraria. Yo mismo he dedicado dos entradas en este mismo blog a detallar las prácticas iliberales del gobierno, que alcanzan su culminación con la amnistía que acaba de votarse en el Congreso de los Diputados. Se da así la circunstancia de que aquello que motiva la encendida crítica contra Donald Trump o Víctor Orban o Benjamin Netanyahu se convierte, en el caso de Pedro Sánchez, en motivo de aplauso: el socavamiento de la separación de poderes, la colonización de las instituciones, el discurso polarizador, la deslegitimación del adversario, la lucha contra el poder judicial, el abuso de la mentira política, y así sucesivamente. En España, el cuadro se completa con la exaltación del nacionalismo identitario, transformado por arte de magia en “progresismo” desde el momento en que sirve para mantener a Sánchez en la Moncloa. En la derecha, como demuestra Vox, también hay ideas peligrosas. Pero Vox es un partido declinante y la alianza de Sánchez con los nacionalistas goza de buena salud; tal como demuestra la amnistía, la democracia española sufre hoy por ese costado.
Ni que decir tiene que El País puede apoyar a quien estime oportuno, como hacen los demás periódicos españoles. ¡Solo faltaría! A la vista de la orientación destituyente de los acuerdos del PSOE con la extrema izquierda y las fuerzas nacionalistas, sin embargo, resulta más difícil de sostener que el problema de Savater y otros intelectuales veteranos consista en que se han “derechizado”. ¿Qué significa eso? En este caso, no mucho; salvo que se acepte el principio según el cual la esencia de la izquierda será definida en cada momento por la fuerza política que gobierna y sus distintos comentaristas. De manera que “derechizarse” consiste entonces en defender lo mismo que defendían Sánchez y El País hace unos meses, cuando los votos de Junts no eran necesarios para investir al gobierno. En justa correspondencia, sería de “izquierdas” defender la asignación de privilegios territoriales a las comunidades más ricas, la colonización de las instituciones democráticas o la erosión del Estado de Derecho. Este razonamiento nos lleva a un lugar tan extraño que quizá sea preferible cambiar de tercio y rebajar la importancia de las ideas, para concedérsela en cambio a los intereses y los sentimientos. O sea: a los intereses de quienes persiguen el poder o quieren llevarse bien con quien lo atesora; y a los sentimientos de quienes se alinearán con su partido —su tribu— haga lo que haga y diga lo que diga. Y eso es algo que sucede a izquierda y derecha, como es evidente, pero no sucede en cada momento con la misma intensidad ni con el mismo grado de incoherencia doctrinal.
Sería ingenuo a su vez no tomar en consideración los cambios que —por decirlo como lo dice González Férriz— se han producido en el mercado de las ideas desde que irrumpieran en él los teléfonos inteligentes y las redes sociales. Aunque hace ya más de quince años desde que empezara a comercializarse el smartphone, los periódicos tradicionales carecen de un modelo de negocio viable para la era digital: han perdido ingresos publicitarios y las suscripciones no bastan; su dependencia del poder político es ahora mayor. De ahí que, como se ha señalado al principio, no resultase del todo sorprendente que la dirección de El País cambiase de inmediato tras la llegada de Pedro Sánchez a Moncloa. Y aunque pueden entenderse las razones de la histórica cabecera para moverse al ritmo que marca el gobierno, hace falta imaginación para ver en ello un ejercicio de independencia a la altura de los viejos ideales de la mejor prensa escrita.
En una sociedad fuertemente polarizada, tema al que González Férriz —sirviéndose del trabajo del sociólogo Luis Miller— dedica su atención, las voces críticas dentro del propio bloque ideológico son consideradas por los propios lectores como un incordio; tiene así su mérito que los periódicos hagan un esfuerzo por mantener un cierto grado de pluralismo interno, evitando que todos sus columnistas hablen con una sola voz. De hecho, esos autores son los más valiosos: quienes dicen algo que los lectores del medio no esperan oír. Quien solo confirma los prejuicios o creencias del lector, en cambio, producirá menor impacto en la conciencia del lector; aunque los éxitos persuasivos del disidente tampoco puedan ni mucho menos darse por supuestos. En algún momento de su lúcido ensayo, González Férriz habla del declive del intelectual tradicional en el marco de la fragmentación del mercado de las ideas: las sociedades no se dejan guiar ya como antaño por los pensadores encargados de interpretar la realidad con arreglo a un saber presuntamente superior. Irónicamente, el despido de Savater se ha hecho moderadamente viral en nuestra esfera pública: como si la figura del intelectual se resistiera a morir y pelease contra el nuevo ecosistema digital —acaso sin quererlo— con sus propias armas.
En definitiva, el desencuentro entre Savater y El País puede verse como una expresión de las fricciones que se producen de manera regular entre los medios de comunicación y sus colaboradores, pero también como expresión de un cambio político caracterizado por la radicalización de las ideas políticas dominantes en la democracia liberal; un cambio que, como se ha dicho, adopta en España formas rabiosamente originales. Y si bien González Férriz —por dejarle la última palabra— tiene razón cuando dice que la supervivencia de la democracia no parece estar en riesgo, también acierta cuando sugiere que el modelo está mutando de manera indeseable: de repente nos encontramos viviendo en regímenes políticos donde existe una marcada tendencia a reducir la autonomía de los jueces en nombre de la voluntad popular, donde la polarización está fuertemente arraigada y permea ya el conjunto de la sociedad, donde hay mayor recelo hacia el pluralismo ideológico y el debate público se ha embrutecido sin remedio. Desde luego, no es una buena noticia. Pero noticia es.