Casas muertas

¿Estamos viviendo hoy una realidad parecida a la que Miguel Otero Silva retrató en Casas Muertas? Aunque las causas ya no sean el paludismo ni el éxodo rural de Ortiz, la imagen de un país moribundo sigue vigente. Hoy no se trata de una enfermedad, sino de una muerte simbólica: la de una nación que se descompone moralmente, sin horizontes, atrapada en una tiranía que muchos creen eterna.
La señal más clara de esa descomposición es la emigración masiva. Cerca de nueve millones de venezolanos —casi un tercio de la población— han abandonado el país buscando un futuro que aquí no encuentran. Es una tragedia de dimensiones históricas, que solo suele verse como consecuencia de guerras. Y sin embargo, ocurrió en Venezuela, sin bombas ni invasiones, pero con el mismo resultado: ciudades vacías, familias rotas, talento perdido.
A veces uno se pregunta si ésta diáspora fue parte de un plan. Como ocurrió en Cuba, quizás se asumió que para imponer una revolución hacía falta desalojar al país de su clase media. Pero en Venezuela, esa clase media nunca representó más del 5% de la población. La gran mayoría de quienes se han ido pertenecen a los sectores populares, precisamente aquellos que el proyecto bolivariano decía venir a rescatar de la miseria.
La paradoja es amarga: nunca en nuestra historia republicana ha habido una desigualdad tan profunda como la que vivimos hoy. Y mientras tanto, el país se va quedando vacío. Casas cerradas, calles silenciosas, sueños truncados. Casas muertas, no solo en los llanos de Ortiz, sino en toda Venezuela.