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Casos y cosas de la casa

(Imágenes del mundo doméstico, con duendes, libros y una grieta en la pared)

Volvemos a sentir por estos días, los primeros del año nuevo, las calideces del hogar, redescubrimos rincones olvidados, paseamos por libros y anaqueles y hasta por alguna casi invisible hendidura en la pared. Sobre una de esas, la que está junto a un óleo, hace tiempos escribí un cuento. Y he descubierto otras, en uno de los baños, en el pasillo, en el comedor. Quizá la casa esté envejeciendo, aunque, de hecho, ya tiene muchos años.

Las casas tienen arrugas y sonrisas. Se aquietan a determinadas horas y se alborotan en otras. Sienten con los sentimientos de sus habitadores, se acongojan y festejan. Se van volviendo incluso como sus dueños, como suele pasar, por ejemplo, con las mascotas, que toman los tics de uno y uno los de ellas. A veces nos camuflamos en una pared, o nos da por proporcionarles movimientos a los mosaicos, imaginarlos como unas formas de Escher, o darles otros coloridos y disposiciones. Ejercicios para combatir el aburrimiento y dar ingredientes a la imaginación que, como decían antes, es la loca de la casa.

Convexo y cóncavo de Maurits Cornelis Escher (1898-1972, Netherlands) | Grabados De Calidad Del Museo

Convexo y Cóncavo, obra de Escher

Una actividad por estos días en que apenas enero se va estirando, somnoliento, es la de repasar libros, examinarles los subrayados, las notas al margen, algún dibujito que hiciste para recordar una situación, los apuntes en la última página y en los espacios en blanco del final. Es divertido y da estremecimientos. Se devuelve uno a tiempos de antes, cuando había más energía para enfrentar al día horas de lecturas intensas.

Por este principio del almanaque la casa me recuerda otros paisajes que ya no están, que se han borrado o que quizá no existieron nunca. Y es un modo de irse o de encontrarse con otras casas en las que uno vivió, remontarse hasta las de la infancia lejana, retomar ecos y voces muertas, juegos de niñez, aromas y músicas extinguidas, juguetes y momentos de emociones intensas. La casa es un encuentro, de lo perdido, de lo recuperado y de lo que no volverá. Es un remonte hasta los primitivos hombres, cuando se estacionaron, cuando dejaron de errar y se establecieron.

En casa hay libros casi por todos lados, en alguna mesita de retrete, en cuartos y en la cocina, donde solemos leer, a las mañanas, antes del desayuno, parrafadas de novelas, en una costumbre que ya a la casa misma le hace falta y hasta lo exige cuando estamos en mora de entonar la lectura, como lo estamos haciendo ahora, con Ivo Andric y su Un puente sobre el Drina. En las últimas navidades volvimos a cuentos viejos, casi todos melancólicos, sobre historias decembrinas en las que la alegría se había exiliado. Son particularidades de los cuentos de navidad: casi todos son tristes y trágicos, y por ello, más parecidos a la vida.

La casa es la recuperación permanente de lo doméstico, del domicilio, del estar bajo un techo y albergado por paredes y puertas, ventanas y escalas, cuartos y aposentos distintos, que se nos vuelven entrañables y necesarios. Uno y la casa. Se trasciende lo material, las formas arquitectónicas, las distribuciones de los “ambientes” y se vuelve todo como una abstracción, un modo de ser, como una especie de hábito (también de hábitat), en el que hay que estar atentos a no caer en lo rutinario, que es lo que ya no se advierte ni se comunica.

El año pasado publiqué un libro sobre la casa, mejor dicho, sobre tantas casas donde habité en la infancia, la adolescencia y la primera juventud. Una calistenia de la memoria, una visión de un mundo que se ha marchado, pero que, con sutilidades, con evidencias, con sueños y apenas borrosidades de ciertas cosas, vuelve a ser la vida. Esas Historias a domicilio, que así las titulé, fueron un ejercicio casero, un resultado en parte de los días de pandemias, de las iniciales cuarentenas, de los reencuentros con literaturas de los apestados y de las epidemias antiguas, medievales, modernas…

 

 

 

 

Porque, en efecto, el ataque mundial del coronavirus, las implantaciones del miedo, los aislamientos y cuidados, nos dispusieron de un modo más consciente a relacionarnos con la casa. La obligatoriedad del encierro nos abrió otros sentidos, nos conmovió y en el apuro nos visibilizó pequeñas cosas que siempre estuvieron ahí, pero no las teníamos en cuenta, o las despreciábamos, o no nos importaban.

Hubo momentos para canciones de otros días, para lecturas olvidadas, para reparar con más cuidado lo cuadros, por ejemplo, los que tengo en casa, casi todos regalos de amigos pintores (de amigas también), y por eso, ahí, donde está una de las grietas casi imperceptibles en la pared, reposa un cuadro que representa la efigie de un amigo muerto tiempo antes de la pandemia y pintado por otro amigo. Qué bello, me parece, tener cuadros, una pinacoteca, repartida por la casa, que a veces sus contenidos, sus interioridades, salen a flote, danzan en las noches, vuelan, se salen de los marcos y recorren la casa, que es la suya.

En estos iniciales días del año, cuando ya se han recogido y guardado los ornamentos decembrinos, las cosas y la casa toman otros aspectos. Se hacen reconocer. Nos retan a que seamos capaces de comunicarnos con ellas, de tenerlas en cuenta de nuevo para lo que se llama el transcurso, el ir en el tiempo, y todo inmerso en un espacio familiar, reconocible, lleno de sorprendentes cotidianidades que se disponen a decirnos que es tiempo de volver a empezar.

Hay una serenidad en el comenzar del año. Se han ido apagando las bengalas y otras fulguraciones. Se ha vuelto a un discurrir con deseos, claro, con planes, claro, con propósitos. Pero, ante todo, se ha recuperado una mirada, la de estar descubriendo en lo común, en lo que siempre ha estado, novedades y disposiciones insólitas. Han salido en las paredes, en los techos, otras figuritas, como duendecillos inesperados, siempre atentos a mostrarse como burlones, pero afectuosos. Como los cortazarianos cronopios, o como el duende que hace años es parte del domicilio nuestro: Rigoletto, el que sube el volumen a la música que más le gusta, como las sinfonías de Bruckner, las sonatas de Beethoven y la voz arenosa, como de actor shakespeariano, de Roberto Goyeneche.

Ya he escrito sobre el inquietante duende que sube la música, sobre las grietas, sobre los patios por donde nos visita el cielo, acerca de un antiguo aparador con vajillas de tías muertas y copas vineras, sobre las plantas aromáticas y los muebles de sala de los cuales, a veces, se escuchan quejumbres en las noches. La casa, quién creyera, da para pensamientos y sentires

Tiene voces y duerme. También canta. Y a veces llora, cuando se siente sola.

Los virus nos dispusieron a tener más en cuenta la casa, sus significados y metáforas. Su historia. Todavía ando mirando una de las grietas, muy cercana al computador. Es sutil. Si la enfoco con fijeza toma forma de serpiente. Si de reojo, evoca un extraño rayo de tempestades insurrectas. La casa es como una mamá, pero, también, como una maestra. Ambas enseñan y, en general, se hacen querer.

(Escrito en Medellín el 4 de enero de 2022)

 

La casa comunica emociones y otras historias. Foto Spitaletta

 

 

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