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Cataluña: aplicar la ley con todas sus consecuencias

Tanto Carles Puigdemont como sus socios independentistas han dejado claro esta semana que el desafío secesionista no es una quimera de futuro, sino una realidad que el soberanismo pretende ejecutar en los próximos meses. Y más aún: que, en caso de fracasar en el intento de convocar un referéndum, Junts pel Sí y la CUP tienen ultimada la arquitectura jurídica que permitiría la secesión de Cataluña de forma unilateral e ilegal. Esta escalada en la estrategia del soberanismo es lo que ha llevado al Gobierno a elevar el tono de su respuesta a las autoridades catalanas. En línea con el discurso del Ejecutivo en los últimos días, Mariano Rajoy exigió ayer a los empresarios catalanes que abandonen la «equidistancia» y, en alusión al referéndum, aseguró: «Ni quiero, ni me lo creo, ni siendo yo presidente se va a producir».

Es evidente que la porfía de los independentistas ha conducido la situación no a un callejón sin salida, pero sí a una solución muy problemática. Porque lo razonable, en un Estado democráticamente maduro como España, es «encauzar el conflicto por la vía del diálogo y la transacción», tal como le sugirió a Rajoy el empresariado catalán. Sin embargo, el obcecamiento de Puigdemont y sus socios con el referéndum, y la evidencia de que las formaciones soberanistas tienen ya elaborado un plan B para liquidar la unidad nacional vulnerando la legalidad, han hecho imposible la Operación Diálogo impulsada por la vicepresidenta Sáenz de Santamaría. El ultimátum lanzado por Puigdemont el lunes en Madrid, ratificado después en la misiva dirigida a Rajoy, y su negativa a presentar sus planes en el Congreso han dejado claro la nula intención de la Generalitat de abrirse a una negociación seria y respetuosa con los cauces legales. Su verdadera voluntad ha quedado al descubierto con la revelación del borrador de la Ley de Transitoriedad Jurídica, fraguada en secreto y cuyo articulado tiene como fin dar una apariencia de legalidad a la ruptura de Cataluña con el resto del Estado. El contenido de esta norma supondría la liquidación de la soberanía nacional y la quiebra de los principios democráticos. Primero porque abocaría a Cataluña a una inseguridad jurídica sin precedentes. Y, segundo, porque contempla someter a la Justicia y a la prensa, además de dar por hecho que un eventual Estado catalán seguiría formando parte de la UE, algo imposible con la legislación comunitaria vigente.

No se puede exigir diálogo cuando se está trabajando en secreto por un plan de independencia. Máxime cuando la mayoría independentista en el Parlament ya aprobó la reforma del reglamento que permitiría la aprobación de este texto mediante el trámite de lectura única, saltándose así la fiscalización de los grupos de la oposición.

En consecuencia, ya no caben dudas de los planes del soberanismo: su desafío no es fruto de una impostura, sino del abierto propósito de dinamitar el marco constitucional y estatutario. Puigdemont condiciona cualquier acercamiento a la aceptación del referéndum -una opción que no cabe en la Constitución- y Rajoy acierta al manterse firme en la defensa de la legalidad. El derecho de autodeterminación no cabe en un Estado de Derecho como es España, así que mientras la Generalitat no dé marcha atrás con la consulta, la única salida para el Gobierno es combinar el arsenal legal -recurriendo al TC las inaceptables leyes de desconexión- con el endureciendo de las condiciones en materia de financiación. El Estado ha acreditado su compromiso con la delicada situación que arrastra la Generalitat mediante los diferentes mecanismos -como el FLA- y financiando el 65% de los 78.000 millones de euros de deuda de la Generalitat. Resulta una temeridad alargar esta generosidad mientras el Govern no se comporte de forma leal y responsable.

En aras de evitar el choque de trenes, el Gobierno y las autoridades catalanas están obligados a agotar todas las posibilidades de diálogo, por mínimas que sean a estas alturas. Pero, en todo caso, el Estado debe contemplar una respuesta proporcional al embate soberanista. No sólo para evitar un nuevo 9-N, sino para preservar la soberanía nacional. Ello pasa por la aplicación de medidas graduales que, en última instancia, incluiría el artículo 155 de la Constitución, por ejemplo, militarizando la policía autonómica. En una democracia como la española, cumplir y hacer cumplir la ley siempre es una garantía para la libertad y la igualdad.

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