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Cayetana Álvarez de Toledo, diputada del PP español: «El Presidente Piñera se equivocó gravemente»

La parlamentaria entrega su crítica visión del proceso que vive Chile. "Una Constitución no puede nacer de la violencia ni de la presión callejera", sostiene, al tiempo que arremete contra las políticas identitarias y cuestiona las debilidades de la derecha para —"por algún motivo psicológico infantil difícil de descifrar"— enfrentar el debate de ideas.

Es la diputada rebelde del Partido Popular español. La misma cuyo libro testimonial —«Políticamente indeseable»— levanta controversias en la derecha peninsular, por contar la aventura de quien se atrevió, sin ser catalana, a postularse por una Barcelona incendiada de nacionalismo, transformarse luego en la portavoz de los diputados de su colectividad y ser finalmente defenestrada de ese puesto. Pero el libro de Cayetana —como la conocen todos en España— no es solo el relato de una intriga política en que pocos salen bien parados, sino sobre todo una defensa de los principios del orden político liberal y una crítica radical de las corrientes identitarias.

 

 

Con formación de historiadora en Oxford y un paso por el periodismo en El Mundo, está convencida de la necesidad de dar la «batalla cultural« reivindicando aquellos principios. Es precisamente desde esa perspectiva que se aproxima al proceso constitucional chileno. Ya en su libro deslizó algunas referencias: habló allí del «delirante laberinto constitucional en que se ha metido Chile» y cuestionó el mecanismo de paridad usado en la Convención. ¿Cómo llegó a interesarse en el tema? La explicación, dice, es doble. Por una parte, razones biográficas: hija de madre argentina y habiendo vivido parte de su infancia en el vecino país, conoce Chile desde esa época. Por otra, preocupación política:

 

«El proceso que ha sufrido Chile en los últimos años interpela a los demócratas. Chile vivió una transición de dictadura a democracia en muchos sentidos ejemplar, como España. Y, sin embargo, a gran velocidad, ha decidido tirar por la borda ese modelo constitucional a partir de una expresión violenta callejera y ha iniciado un camino lleno de incertidumbres».

 

—En Chile vemos cómo los medios internacionales, cuando hablan de nuestro proceso constitucional, lo hacen en términos elogiosos. Incluso a la presidenta de la Convención el Financial Times la colocó como una de las mujeres más destacadas del mundo. Parece que eso a usted no la impresiona mucho…

 

—No, más bien me inquieta. Todavía muchas veces en los análisis desde Europa hacia América Latina hay una profunda condescendencia. Hay gente que aceptaría para América Latina lo que nunca tolerarían en sus propios países. Turistas del ideal. Entonces les hace mucha gracia que en un país que es una democracia estabilizada y un modelo ejemplar, se inicie un proceso revolucionario e incierto. Es como un experimento en patio ajeno. Cuando empezaron en Chile las protestas violentas en las calles, esa rabia, esa furia, y cuando empecé a ver que la respuesta del poder institucional chileno era ceder y entregar, no ya una o dos medidas, sino la propia Constitución, se encendieron todas mis alarmas. Porque una Constitución no puede nacer de la violencia ni de la presión callejera. Liquidar un orden constitucional a partir de una presión violenta en la calle es una pulsión temeraria, por no decir suicida. Hay muchos motivos, pero el para mí más inquietante, y que tiene que ver con procesos que están ocurriendo en muchos otros países, y también acá en España, es por la falta de fortaleza ideológica de quienes debían defender el orden constitucional. Y aquí yo creo que el Presidente Piñera se equivocó gravemente. Yo le tengo profundo aprecio personal, pero creo que políticamente cometió un gravísimo error.

 

—El argumento es que así se evitó una violencia mayor.

 

—Yo creo que nunca se evita una violencia mayor cediendo ante la violencia. Eso se llama apaciguamiento y suele acabar mal. La violencia no puede ser partera de la convivencia. Las constituciones nacen de la voluntad de acuerdo y de la búsqueda sincera de puntos en común. No pueden nacer de la destrucción, de incendiar estaciones de metro ni de la presión callejera.

 

—Pero se señala que, al elegirse una Convención, se institucionaliza el proceso y de alguna forma se lavaría ese pecado de origen.

 

—Me parece que con lo que ya se ha visto hasta ahora se mantienen los enormes elementos de incertidumbre. Por lo que sé, algunas de esas exigencias y límites que se establecían para el proceso constituyente ya se han saltado. Pero además la propia conformación de esa Convención Constituyente tiene elementos muy poco racionales y democráticos. Por ejemplo, las cuotas por sexo o por etnia tienen graves problemas de representatividad. Las democracias modernas están construidas sobre la idea de ciudadano. Al margen de su sexo, religión, raza, color de piel o etnia, el ciudadano es el sujeto político. Y los representantes políticos lo somos al margen de nuestras condiciones identitarias. Si empezamos a considerar que solo un mapuche puede representar el sentimiento mapuche o la forma de vida mapuche, estamos destruyendo la base democrática de nuestra comunidad: el que somos ciudadanos libres e iguales en un Estado Democrático de Derecho.

 

—El mismo 18 de octubre, que marca el inicio del proceso chileno, fue también un día de violencia en Barcelona, en protesta por el fallo judicial contra los impulsores del proceso separatista. ¿Observa paralelos entre una y otra experiencia?

 

—Sí. Lo que está detrás son elementos comunes. Por ejemplo, la exaltación de los sentimientos por encima de las razones, esta infantilización de la sociedad: son los sentimientos lo que cuenta, yo siento que las cosas son de tal manera y por tanto tengo derecho a que mis sentimientos sean atendidos en la vida pública. Estos procesos agitados por los sentimientos y las pasiones son extremadamente incendiarios, porque están movidos por las pasiones, por la irracionalidad y por un elemento adanista: había mucha juventud en ambos movimientos, jóvenes a los que se les prometió que las utopías eran posibles, la creencia de que todo lo que usted pida será concedido, si usted lo pide con suficiente fuerza en la calle. Y el caso chileno es preocupante porque en parte se les cedió, se les entregó efectivamente la Constitución. En España, la violencia fue la reacción a una sentencia judicial, y el gobierno ha indultado a los responsables del golpe separatista, lo que es un profundo error estratégico: ese indulto lo que hace es blanquear el delito cometido, pero además otorgar a quienes lo perpetraron la idea de que ello es gratis y que basta con incendiar las calles para que consigas tus objetivos.

 

—En su visión, ¿también el indigenismo es un fenómeno similar al nacionalismo?

 

—Sí, tienen elementos comunes. Son formas de separatismo. La identidad es uno de los grandes flagelos de nuestro tiempo. Lo fue también en el siglo XX, causando los mayores estragos en Europa.

 

 —¿Y cómo se entiende que la izquierda, que tradicionalmente ha sido internacionalista, se haya comprado el discurso identitario?

 

—La izquierda pierde su relato con la caída del muro de Berlín y, antes, cuando Solyenitzin revela la verdad de lo que había detrás de esos mitos del maravilloso mundo comunista. Así, a lo largo de los años, el socialismo se va quedando sin relato y encuentra en las identidades un nuevo sujeto revolucionario. El obrero ya no puede ser, pues ha sido destruido por el propio comunismo, pero encuentra en las identidades una nueva causa: mujeres, hombres homosexuales, mujeres homosexuales, el indigenismo, etc. Y entonces la identidad se convierte en el nuevo caballo de batalla de la izquierda, y se produce un fenómeno extraño: que la izquierda emprende un camino regresivo y reaccionario en defensa de la identidad y en contra de la igualdad, que había sido su tradicional bandera. Y en esa deriva termina aliándose con todos los movimientos nacionalistas más recalcitrantes, duros y profundamente antimodernos.

 

—Uno de los argumentos de estas políticas identitarias es que no contradicen la democracia, sino que al revés, son su realización plena, pues así los grupos oprimidos son finalmente reivindicados.

 

—Sí, pero es que los ciudadanos no somos grupos, no somos colectivos. Somos mezclas de muchas cosas. A mí no me define el hecho de ser mujer en todas mis decisiones, sentimientos, preferencias ni en mi voto. El hecho de compartir los mismos órganos que ellas no me hace parte de un colectivo en que estemos Irene Montero (diputada de Podemos y pareja de Pablo Iglesias), Cristina Kirchner y yo. Y estoy segura que entre los mapuches, si se les encuestara, sería igual: tendrán preferencias, inquietudes, sensibilidades comunes con mucha gente que no son mapuche. Esa es la belleza de la modernidad y de la ciudadanía: el hecho de que no se nos va a juzgar por rasgos puramente arbitrarios, como el color de la piel o la raza a la que pertenecemos o el sexo; se nos va a juzgar por nuestros hechos y nuestras conductas. Volver a esa colectivización es exactamente donde la izquierda y la reacción se encuentran, volver a unos países de castas, de colectivos.

 

«Yo he identificado en estos procesos separatistas que viven, entre otros, Chile y también España, cinco elementos. El primero es precisamente la colectivización, se colectiviza a la sociedad en grupos: mujeres y hombres, como lo habéis hecho ustedes, estableciendo cuotas fijas de hombres y mujeres, lo que incluso acaba perjudicando a las mujeres, como se vio en la elección de vuestra Convención. Dos, el victimismo: a determinados grupos se les concede la orla de víctimas —las mujeres víctimas de los hombres, los indígenas víctimas históricas, etc.— lo que los blinda como colectivos. Tercero, se segrega, a veces incluso legalmente; en España lo hemos hecho con las mujeres y los hombres: nuestro Código Penal establece un agravante de género. El cuarto es la cancelación, porque se prohíbe criticar, opinar o matizar respecto de estos colectivos: cualquiera que diga algo del feminismo es machista, y quienquiera que diga que el indigenismo es una amenaza para un orden democrático, no sé cómo lo llamarán en Chile, pero aquí lo llamarán fascista o racista. Y finalmente, la polarización de la sociedad: enfrentas a indígenas con no indígenas, mujeres contra hombres, catalanes contra los españoles».

 

«Estos son procesos disolventes de la democracia desde dentro. Mucha gente joven empieza a ver que la democracia no resuelve sus problemas, en parte porque estamos obsesionados con nuestras batallas identitarias, y empiezan a considerar que hay otros modelos que pueden resolver mejor su vida: la idea de que venga alguien y ponga orden, aunque sea un orden iliberal. Ese movimiento pendular es muy peligroso y hay que evitarlo. Por eso, quienes estamos por un orden liberal debemos hacer tres cosas. Primero, tener muy claras las ideas; dos, una gran movilización ideológica y política, y tercero, reagruparnos, trabajar conjuntamente».

 

 —Pero da la impresión de que, frente a todos estos debates, la derecha se siente débil, sin ideas para enfrentarlos…

 

—Las ideas del mundo liberal-conservador son las que han generado prosperidad y bienestar, clases medias, avances y progreso, a lo largo de las décadas y de los siglos. Allí donde se han implementado las ideas comunistas ha habido miseria y represión. Pero por algún motivo psicológico difícil de descifrar, las derechas mundiales no acaban de creerse sus propios relatos y le entregan la política a la izquierda. Eso es lo que yo llamo el tablero inclinado, un tablero en que la izquierda siempre está en la parte alta y la derecha en la parte baja. La izquierda siempre está jugando con ventaja en la batalla política porque tiene el plano de la cultura en su favor. Lo que debemos hacer es nivelar ese tablero. Y eso significa batalla ideológica, batalla cultural, batalla en los medios, batalla sobre las ideas.

 

—¿Qué le parecen los discursos que se levantan en Chile de que hay que comprender estos procesos, alcanzar entendimientos con sus actores, ser centristas?

 

—Eso es darles oxígeno a los radicales. La moderación no es inhibirse ante las amenazas a nuestra democracia. Eso puede ser tacticismo, puede ser miedo, pueden ser complejos, puede ser cálculo. Pero no se puede ser moderadamente defensor de las libertades, moderadamente defensor del Estado de Derecho, moderadamente defensor de la democracia. La democracia se defiende y punto.

 

 

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