Cervantes y el Quijote en fragmentos
El 22 de abril de 1616, en la casa ubicada en calle del León esquina con Francos (hoy Cervantes), en la ciudad de Madrid, España, nadie pensaba en otra cosa más que en la muerte. El cuerpo de Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 1547-Madrid, 1616) estaba tendido, cubierto con el hábito de San Francisco y la cara al aire. La segunda parte del Quijote había salido cuatro meses antes de la imprenta. Los lectores primero se habían despedido en papel de don Quijote y ahora tendrían que hacerlo de su creador, un hombre de 69 años, que en los últimos meses caminaba con los hombros encogidos y una mueca extraña en la boca delineada por las seis piezas que le quedaban en la dentadura.
Cervantes había dejado este mundo, pero el Quijote cabalgaba sin saberlo hacia la eternidad. La luz de la novela moderna se había encendido; una legión de escritores se ha alumbrado con ella. Algunos confiesan sus orígenes en este libro. Otros siguen alimentando las conversaciones ficticias con don Quijote y Sancho Panza. Unos más toman la verdad de la vida apropiándose de la filosofía quijotesca. De eso se tratan estos fragmentos personales y literarios: escritores hablando de Cervantes y del Quijote, las dos partes de un mito que ha arrastrado a la ficción por un caudal inagotable.
Ilustraciones: Alberto Caudillo
Parábola de Cervantes y de Quijote
Harto de su tierra de España, un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán.
En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se llamaban El Toboso o Montiel.
Vencido por la realidad, por España, don Quijote murió en su aldea natal hacia 1614. Poco tiempo lo sobrevivió Miguel de Cervantes.
Para los dos, para el soñador y el soñado, toda esa trama fue la oposición de dos mundos: el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común del siglo XVII.
No sospecharon que los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que La Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto.
Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin.
Clínica Devoto, enero de 1955.
Jorge Luis Borges, El hacedor, Alianza Editorial, 1975.
Cervantes no podía resignarse todavía a concentrar sus energías solamente en Don Quijote; en julio de 1614 había llegado sólo al capítulo XXXVI de la Segunda Parte, de los setenta y cuatro que formarían finalmente la obra. Parece que sintió una auténtica necesidad de variación en su trabajo. En el capítulo XLIV de la Segunda Parte, en donde comenta los episodios interpolados de la Primera, responde a la acusación de que éstos carecen de relevancia para la narración afirmando que concentrarse en un solo tema y en un puñado de personajes hubiera sido un “trabajo incomportable”. Y en la Segunda Parte, mucho más estructurada que la Primera, evitó ese problema buscando la diversificación dentro de la estructura del argumento principal, en vez de hacerlo fuera de ella.
De su prólogo a las novelas, escrito en el verano de 1613, justo antes de su publicación, se deduce no sólo que Cervantes pensaba que el final de la Segunda Parte estaba próximo, sino que por entonces había escrito su largo poema Viaje del Parnaso, que Los trabajos de Persiles y Sigismunda aparecerían en breve y que estaba esbozando una nueva obra, Semanas del jardín, que nunca llegaría a materializarse.
Este prólogo es realmente una mina de información, y muy especialmente porque nos ofrece esta descripción de sí mismo:
“… rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos, y de nariz corva aunque bien proporcionada, las barbas de plata que no ha veinte años que fueran de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros, el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies…”.
Completa esta descripción indicando que la tartamudez que había confesado años antes en cierta carta escrita desde Argel a Mateo Vázquez seguía existiendo. En cuanto a la edad, su memoria yerra por el lado bueno: confiesa sesenta y cuatro años, cuando en realidad se acerca a los sesenta y seis.
Cervantes, aparte de la falta de dientes y de un poco de artritis, llevaba bien sus años; y un dato elocuente del autorretrato del prólogo es que, después de todos sus infortunios y decepciones, y en medio de una considerable penuria, aún pudiera enorgullecerse de tener unos ojos alegres y una frente “desembarazada”. Aunque las palabras no reflejaban toda la realidad, es evidente que pensaba que la resistencia y el buen humor eran cualidades que había que elogiar y cultivar. Y como nunca le habían faltado a él tales cualidades, es muy posible que ni sus ojos ni su frente se vieran realmente afectados por las adversidades. Terminar una importante obra y embarcarse en dos más a los sesenta y seis años no es precisamente una muestra de falta de optimismo ni de energía. Y no hay que olvidar que, pobre como era y reconocido sólo a medias por la clase literaria, obtenía ahora un gratificante consuelo. Del éxito de Don Quijote no tenía dudas, y el alcance de su fama no era ningún secreto para él: algunos de sus personajes habían hecho ya su aparición en la escena madrileña. Seguía teniendo detractores declarados, aunque las desavenencias con Lope parecían haberse suavizado; Cristóbal Suárez de Figueroa, en su obra El passagero de 1617, criticaría sus anhelos de fama con abierto rencor. Sin embargo, su poesía era respetada por sus colegas literarios, con los que lograba mezclarse de vez en cuando; y lo que es más importante, comenzaba a obtener reconocimiento como maestro de la prosa española.
Melveena McKendrick, Cervantes (traducción de Elena Grau), Salvat Editores, Barcelona, 1986.
La verdad estética de Don Quijote consiste en que, al igual que Dante y Shakespeare, hace que nos enfrentemos cara a cara con la grandeza. Si nos cuesta comprender del todo la búsqueda de don Quijote, sus motivos y fines pretendidos, es porque nos enfrentamos a un espejo que nos sobrecoge incluso en los momentos en que más disfrutamos. Cervantes nos lleva siempre mucha delantera y nunca podemos atraparle. Fielding y Sterne, Goethe y Thomas Mann, Flaubert y Stendhal, Melville y Mark Twain, Dostoievski: todos ellos se cuentan entre los admiradores y discípulos de Cervantes. En las vastas escrituras de Cervantes contemplamos lo que ya somos. El doctor Samuel Johnson, que no podía soportar las ironías de Jonathan Swift, aceptaba fácilmente las de Cervantes; la sátira de Swift corroe, mientras que la de Cervantes nos ofrece alguna esperanza. Johnson opinaba que necesitábamos alguna ilusión para no volvernos locos. ¿Forma parte eso del plan de Cervantes?
Harold Bloom, ¿Dónde se encuentra la sabiduría? (traducción de Damián Alou), Taurus, México, 2005.
Podemos tener una opinión personal sobre un escritor medio, pero ante el Quijote todos somos intercambiables, reclutas del destino, alineados frente al amor y la muerte, el encantamiento y la imposibilidad de vivir.
[…]
Maltratado y aún así irreductible, don Quijote tiene fe no en la vida, que no sabe lo que está haciendo, sino más bien en los libros, que no se limitan a explicar la vida sino que también son lo que le otorga a ésta un sentido, sus señas.
Claudio Magris, en Don Quijote alrededor del mundo, Instituto Cervantes-Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2005.
Yo siento que hay algo en la ética de este libro que arroja una lívida luz de laboratorio sobre las flamantes carnes de algunos de sus pasajes más floridos. Vamos a hablar de la crueldad.
El autor parece hacerse el siguiente plan: Ven conmigo, avieso lector, que disfrutas de ver a un perro vivo inflado y zarandeado a puntapiés como una pelota de futbol; lector que, los domingos por la mañana, yendo o viniendo de la iglesia, gustas de saludar con un puntazo del bastón o con un escupitajo al pobre golfo puesto en la picota; ven conmigo, avieso lector, y advierte en cuán ingeniosas y crueles manos voy a poner a este personaje mío que da risa de puro vulnerable. Y espero que te diviertas con lo que tengo preparado.
[…]
Las dos partes del Quijote componen una auténtica enciclopedia de la crueldad desde ese punto de vista, es uno de los libros más amargos y bárbaros de todos los tiempos. Y su crueldad es artística. Esos curiosísimos comentaristas que hablan desde sus académicas birretas de la atmósfera humorística y humana, blandamente cristiana, de la obra, de un mundo feliz en el que “todo aparece endulzado por las humanidades de amor y de la buena camaradería, y sobre todo los que hablan de una “amable duquesa” que “agasaja al caballero” en la segunda parte, esos expertos sentimentales deben haberse leído otro libro, o haberse puesto una venda de color de rosa para contemplar a su través el mundo brutal de la novela de Cervantes. Cuenta una tradición que el rey Felipe III de España (otro bicho raro, que había sucedido en 1598 a su padre, el gélido y triste Felipe II), al asomarse a un balcón de su palacio en cierta mañana soleada, le llamó la atención el extraño comportamiento de un joven estudiante que leía sentado en un banco a la sombra de un alcornoque (Quercus suber), y que, dándose de palmadas en el costado, soltaba carcajadas estruendosas. El rey comentó que aquel individuo o estaba loco o estaba leyendo el Quijote. Un veloz cortesano corrió a averiguarlo. El individuo, como ya se habrán imaginado ustedes, estaba leyendo el Quijote.
Vladimir Nabokov, El Quijote, Ediciones B, Barcelona, 1987.
Nabokov empieza su libro sobre el Quijote con una incongruencia, quizá para impresionar de entrada a los jóvenes oyentes de su curso, y afirma que el Quijote es “un cuento de hadas”. Si fuese así, sus acusaciones de crueldad no tendrían sentido, carecerían de base y caerían como un castillo de naipes en el país de las maravillas, porque los cuentos de hadas son verdaderas enciclopedias de la crueldad en que todo tipo de sevicias, vicios, degollaciones de los inocentes, canibalismos, barbaridades cruentas y sin cuento están permitidas porque son en el fondo y desde tiempo inmemorial ritos de iniciación para la vida y para la muerte, y no merece la pena alargarse ahora en explicaciones y complicaciones de todo tipo.
Julián Ríos, “Crueldades del Quijote”, El País, 14 de mayo de 2005.
Sí, Nabokov tiene razón: Sancho ha perdido demasiados dientes, pero no estamos en un libro de Zola, donde una crueldad, descrita exactamente y en detalle, se convierte en un documento verdadero de una realidad social; con Cervantes estamos en un mundo creado por los sortilegios del narrador que inventa, que exagera y que se deja llevar por sus fantasías, por sus exageraciones…”.
Milan Kundera, citado por Julián Ríos en ídem.
La tan manoseada opinión que cifra en don Quijote el idealismo y en Sancho el materialismo tiene algún leve punto de verdad, pero no siempre es válida, por la sencilla razón de que los ideales no pueden reducirse a las extravagancias de un demente y porque en Sancho hay, además de su apego a lo elemental y primario, el ideal de la Ínsula y la pasión de mandar. El error más considerable de don Quijote no es el de querer resucitar los ideales medievales a principios del siglo XVII, sino el haber equivocado su ruta. Cervantes sabía perfectamente que si don Quijote, en vez de encaminarse a Barcelona se hubiese dirigido a Sevilla y de allí hubiese embarcado para las Indias, su héroe hubiera encontrado las aventuras que anhelaba, los países exóticos, rara fauna y temibles salvajes que tantas veces asoman a las páginas de libros de caballerías, y reinos, provincias e ínsulas que ganar. Otros quijotes y otros sanchopanzas partían de España sin más caudal y hacienda que las ilusiones y la ambición, y las saciaban en lo que pronto se llamaría América, a base de más trabajos y de más extraordinarias aventuras que las que se cuentan en los libros de caballerías.
La figura de don Quijote se gana en la simpatía de todo lector, que siente más la amargura que la comicidad de sus sucesivos fracasos porque es un ser bueno, leal e inteligente. Pero no hay que olvidar que Cervantes lleva a su héroe gradualmente hacia la aventura real, que se le ofrece en las últimas jornadas de su tercera salida, y entonces lo despoja de los ánimos que antes tenía y lo reduce a una sombra de lo que fue; y hemos de reconocer, después de haberle otorgado toda nuestra simpatía, que es un ser vanamente fatuo e incapaz de valentía y de heroísmo cuando las circunstancias lo exigen de veras. Por esto la única solución es restituir el juicio al demente, que al sanar volverá a ser Alonso Quijano el Bueno, y en su lecho de muerte renegará de sus locuras y de sus sueños de heroísmo.
Martín de Riquer, “Cervantes y el ‘Quijote’”, en Don Quijote de La Mancha, edición del IV centenario, Real Academia Española-Asociación de Academias de la Lengua Española, México, 2004.
Las graciosas aventuras del ingenioso hidalgo no son las primeras sátiras novelescas de Occidente; antes, los narradores de fábulas, o los cuentos de Boccacio, habían trazado un escarnecedor retrato de la sociedad. Don Quijote no es el primer explorador de la realidad moderna: en su tarea le precedieron el panurgo de Rabelais o el Renart de la fábula. Pero don Quijote es, sin duda, nuestro primer antihéroe, con el que no hemos dejado de identificarnos hasta el día de hoy, porque se nos parece y al mismo tiempo logra que nos distanciemos de nosotros.
J.M.G. Le Clézio, en Don Quijote alrededor del mundo, op. cit.
El Quijote ni fue estimado ni comprendido por los contemporáneos de Cervantes. Alguna vez, para poner de relieve este hecho en forma pintoresca y paradójica, hemos escrito la siguiente frase: el Quijote no lo ha escrito Cervantes; lo ha escrito la posteridad. Queríamos significar con esto que no comprendido por los hombres del siglo XVII el Quijote, sólo a lo largo de las generaciones ha ido adquiriendo su verdadero y profundo valor el libro de Cervantes, formándose de ese modo, haciéndose, escribiéndose. De cómo han visto el Quijote los coetáneos de Cervantes tendremos idea repasando los juicios formulados sobre Cervantes y su obra por notorias personalidades de aquel tiempo; el juicio, por ejemplo, el grandilocuente orador sagrado fray Hortensio Félix Paravicino, al frente de Escudero Marcos, de Espinel; el del secretario Juan Gallo de Andrada, puesto en una obra de Jiménez Patón; el de don Esteban Manuel de Villegas, en sus poesías; el de Cristóbal Suárez de Figueroa, en El Pasajero; el de Lope de Vega, en la dedicatoria de su comedia El Desconfiado; en fin, el de Baltasar Gracián, en El Criticón. La opinión de Gracián puede resumir la de sus contemporáneos los literatos cultos y prestigiosos. En El Criticón —segunda parte, crisis primera— encuentran a unos personajes leyendo libros de caballerías; se los mandan quitar; piden ellos entonces que al menos se les dé la facultad de “leer las obras de algunos otros autores que habían escrito contra estos primeros burlándose de su quimérico trabajo”. “Respondióles la Cordura —añade Gracián— que de ningún modo, porque era dar del loco en el cieno, y habría sido querer sacar del mundo una necedad con otra mayor”. Y nada más: así, tan fría, tan desdeñosa, tan olímpicamente…
Sí; el Quijote lo ha escrito la posteridad. Todavía a fines del siglo XVIII un hombre tan castizo, tan erudito como don Antonio de Capmany, decía en su Teatro de la elocuencia española, aludiendo a los que habían ya investigado la vida de Cervantes, que ignoraba qué otra cosa más de lo averiguado merecía saberse de “un autor de novelas y comedias”.
Azorín, Clásicos y modernos, Editorial Losada, Buenos Aires, 1971.
CAPÍTULO VII
De la segunda salida de nuestro buen Caballero Don Quijote de La Mancha
Sus anhelos interrumpiéronle el sueño a Don Quijote, pues hasta en sueños quijoteaba, pero volvió a dormirse para encontrarse al despertar con que Frestón, el encantador, se le había llevado los libros, creyendo el incauto que en ellos le llevaba el generoso aliento. Y en apoyo de Frestón acudió la sobrina, rogando a su tío que dejase de pendencia y de ir por el mundo “a buscar pan de trastrigo”, sin percatarse de que es el pan de trastrigo el que hace al hombre trashombre, como dicen hoy, sobrehombre. También para disuadir a Íñigo de Loyola de que saliese a buscar aventuras en Cristo, acudió su hermano mayor, Martín García de Loyola, para que no se arrojase a cosa “que no sólo nos quite lo que de vos esperamos —le dijo según el P. Rivadeneira, libro I, capítulo III—, sino también mancille nuestro linaje con perpetua infamia y deshonra”. Pero Íñigo le respondió con pocas palabras, que él miraría por sí y se acordaría que había nacido de buenos, y salió de caballero andante.
Quince días que estuvo sosegado en casa nuestro Caballero, y en este tiempo solicitó “a un labrador vecino suyo, hombre de bien, pero de muy poca sal en la mollera”, gratuita afirmación de Cervantes, desmentida luego por el relato de sus donaires y agudezas. En rigor no cabe hombría de bien, verdadera hombría de bien, no habiendo sal en la mollera, visto que en realidad ningún majadero es bueno. Solicitó Don Quijote a Sancho y le persuadió a que fuese su escudero.
Ya tenemos en campaña a Sancho el bueno, que dejando mujer e hijos, como pedía Cristo a los que quisieran seguirle, “se asentó por escudero de su vecino”. Ya está completado Don Quijote. Necesitaba a Sancho. Necesitábalo para hablar, esto es, para pensar en voz alta sin rebozo, para oírse a sí mismo y para oír el rechazo vivo de su voz en el mundo. Sancho fue su coro, la humanidad toda para él. Y en cabeza de Sancho ama a la humanidad toda.
Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, Espasa-Calpe, Madrid, 1971.
Don Quijote no lleva a su doncella a la cama, y mucho menos se entretiene con las delicias del sexo. Ni siquiera comparte con ella el reparto de pan, cordero, asado y vino. Su amor es solitario y, como tal, él es el único que puede entrever a su amada, describir el objeto de su devoción.
Nélida Piñón, en Don Quijote alrededor del mundo, op. cit.
22 de mayo (1934, a bordo del Volendam, un barco de la línea Holland-Amerika). Así, pues, va pasando el tiempo, sin que el barco se detenga, sin que las máquinas descansen, moviéndose adelante en rítmica marcha a través de las inmensidades del océano, y siempre con el baño matutino de agua caliente. Es un baño pegajoso, de leve aroma a podrido, que impregna la piel con su sal, y que además me gusta mucho. El Quijote me aguarda en la otra orilla, Cervantes es magistral. Si la obra se hubiese mantenido fiel a su intención original de lograr el desprecio de los libros de caballería por medio de ridículas empresas y derrotas de un loco, entonces todo resultaría bastante sencillo. Pero como el libro, sin notarlo, ha rebasado en tan gran medida aquel propósito original, se ha anulado, realmente, toda posibilidad de un desenlace satisfactorio. Nadie podía mirar a don Quijote caer y fenecer, de un modo verídico, en una de sus desatinadas luchas; hubiese sido terrible pasarse tanto en la broma. Tampoco era posible dejar que el héroe siguiese viviendo después de su vuelta a la sana razón, pues ello habría representado un declive del personaje en relación con él mismo, la continuidad de la envoltura terrena de don Quijote sin su alma, aparte de que, por razones de protección de la propiedad literaria, no podría seguir viviendo. Comprendo también que no hubiera sido pedagógicamente cristiano dejarle vivir errante con su delirio, aunque respetado por la lanza del Caballero de la Blanca Luna, pero en profunda desesperación por su derrota. Esa desesperación habría de resolverse en la muerte mediante el reconocimiento de que todo había sido un disparate, un sinsentido. Pero, por otra parte, ¿no equivale también a una muerte de desesperación el morir reconociendo que Dulcinea del Toboso no es, ni mucho menos, una princesa digna de adoración, sino una mugrienta campesina, y que toda aquella fe, hechos y padecimientos no eran más que locura? Cierto: constituía una necesidad salvar para la cordura el alma de Don Quijote, antes de que éste muriera. Pero para que tal salvación se aviniera con nuestros íntimos deseos, el autor debería habernos hecho menos cara y atrevida la demencia del hidalgo. Tiene razón Dostoievski: es el libro más triste de todos. Ahí se ve que el genio puede poner en trances difíciles y cómo, sin duda, puede echar por la borda los proyectos de un autor. Por lo demás, la muerte de Don Quijote no está amañada en demasía. Es el comprensible y natural destino de un buen hombre, cristiano y digno, después de haber confesado, luego de haberse fortalecido espiritualmente y ordenado sus negocios terrenales con el escribano. “Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento”. Con humor debe aceptar esto el lector, al igual que lo aceptan los amigos que se despiden de don Quijote. El ama, la sobrina y Sancho, su escudero. Éstos le lloran, es cierto, de todo corazón. El lector, sin embargo, se da cuenta una vez más qué buen caballero era aquel; barrocamente se habla incluso de “ojos preñados”, a los que la noticia de que don Quijote iba a morir dio “tan grande empujón… de tal manera que les hizo reventar las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho”. Hay aquí una pintura de dolor sincero, teñida ligeramente de comicidad; y sobre ello se expresa enseguida, con un sentido práctico, que durante los tres días de agonía de don Quijote toda la casa, en efecto, andaba alborotada, pero que, sin mengua de ello, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, “que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto”. Una observación sarcástica y verdadera, “realista”, cuya falta de sentimentalismo puede, alguna vez, producir escándalo. El conquistador más valiente y osado fue siempre, sin duda, el humor…
“Thomas Mann lee a Cervantes”, presentación y traducción de José María Pérez Gay, suplemento cultural La Crónica Dominical.
Mientras que la aventura de Odiseo sucede sobre la tierra y bajo la tierra, y la de Dante esencialmente en el mundo del más allá, el recorrido de don Quijote tiene lugar en un espacio intermedio, una zona turbia engendrada por la locura que no pertenece a este mundo ni al otro.
[…]
El Quijote fue traducido y publicado en Albania por el arzobispo del país, Fan Noli. Además de como obispo de la iglesia albanesa, Noli es conocido como poeta, dramaturgo y primer ministro del Estado republicano a comienzos del siglo XX. El obispo estaba en guerra política permanente con el futuro rey de Albania. Se esforzó por derrocar al monarca y para ello se preparó largamente. Con objeto de infundir valor a las gentes, y tal vez en primer lugar a sí mismo, en principio tradujo y publicó Julio César, Macbeth y Hamlet, de Shakespeare, después de lo cual derribó en verdad al que habría de ser rey; pero más tarde el rey lo volvió a derribar a él. Expulsado del país, decepcionado, el obispo de Albania, ahora en el exilio, se aprestó a la traducción del Quijote.
Ismail Kadare, en Don Quijote alrededor del mundo, op. cit.
Encuentro todos mis orígenes en el libro que me sabía de memoria antes de saber escribir, Don Quijote, y además hay por encima la espuma agitada de los mares normandos, la enfermedad inglesa, la niebla fétida.
[…]
A propósito de lecturas no dejo de leer a Rabelais, y los domingos Don Quijote, con Bouilhet. ¡Qué libros aplastantes! Crecen a medida que uno los contempla, como las pirámides, y uno casi termina por tener miedo. Lo que hay de prodigioso en Don Quijote es la ausencia de arte, y esa perpetua fusión de la ilusión y de la realidad que hace de él un libro tan cómico, tan poético. A su lado, ¡qué enanos, todos los demás! ¡Qué pequeño se siente uno, Dios mío! ¡Qué pequeño!
Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, Ediciones Siruela, Madrid, 2003.
Al elaborar el Quijote parecería que Cervantes se imaginaba a un lector muy atento, que quisiera escudriñar sus andurriales secretos y gozar con los mil malabarismos que a él se le iban ocurriendo. ¿En qué me baso para decir esto? En el hecho de que una lectura muy intensa y vigilante del texto del Quijote va descubriendo esos andurriales secretos y esos malabarismos, que, obviamente, Cervantes no escribió sólo para su propio deleite, sino enfrentándose a ese otro, esa otra, que se ha imaginado que lo estará leyendo. A cada paso pone a prueba a ese lector, como preguntándole: ¿te has fijado en cómo aquí se contradice lo dicho antes?, ¿has notado cómo aquí tergiverso las cosas?, ¿has observado esta nueva travesura que acabo de cometer?, ¿te das cuenta de que te he estado tomando el pelo?
Margit Frenk, Don Quijote ¿muere cuerdo? y otras cuestiones cervantinas, FCE (Col. Centzontle), México, 2015.
No podemos leer en el Quijote los retazos del Quijote que han pasado al español de todos sin superponer los sentidos que tienen dentro del libro y fuera del libro: nos lo impone la lengua, y no sé si la naturaleza. Pero nos conviene no descuidar que si por la lengua circulan retazos del Quijote con variable fidelidad al original, en la cultura y en la sociedad circulan análogamente imágenes, ideas, claves del Quijote todo, a veces casi tan firmes como las citas lexicalizadas: y tampoco podemos desprendernos de ellas.
Irá por los doscientos años que nadie debe de haberse puesto al Quijote con inocencia adánica, sin mediaciones ni pautas: sin saber, en suma, que va a leer “el Quijote”. Ni el folletín más abyecto se acomete sin prejuicios e hipótesis de lectura, pero un clásico es precisamente eso: un libro que vive en el texto y más allá del texto, en el horizonte de una comunidad; que conserva durante siglos una sólida aunque cambiante presencia pública, y que por ello mismo se conoce en una medida nada baladí sin necesidad de haberlo leído (la Eneida fue un clásico antes incluso de ser compuesta) y no se lee sin interpretaciones previas.
Francisco Rico, “Metafísico estáis” (y el sentido de los clásicos). Tomo LXXVII.- Cuaderno CCLXXI.- Mayo-agosto 1997. Separata del Boletín de la Real Academia Española, Madrid, Imprenta Aguirre, 1997.
Don Quijote, hay que reconocerlo, es absolutamente risible. Tal vez sea la figura más cómica que haya trazado la mano de un poeta. Su nombre se ha convertido (1859) en un apodo ridículo incluso entre los campesinos rusos. Nuestra propia experiencia puede convencernos de eso. En cuanto pensamos en él, surge en nuestra imaginación un hombre enjuto, anguloso, de nariz aguileña, embutido en una armadura caricaturesca y montado sobre los lomos escuálidos de su lamentable cabalgadura, el pobre, apaleado y siempre hambriento Rocinante, una figura que no deja de resultar divertida y conmovedora a partes iguales. Don Quijote es risible, pero en la risa hay una fuerza conciliadora y expiatoria; no en vano se dice: “A aquel del que te ríes acabarás sirviendo”, a lo que se puede añadir que cuando te ríes de alguien ya lo has perdonado e incluso estás en condiciones de amarlo.
El exterior de Hamlet, por el contrario, es atractivo. Todo en él nos agrada y nos seduce… Todos se sienten halagados cuando se les llama Hamlet; en cambio, a nadie le gustaría merecer el apodo de Don Quijote. “Hamlet Baratinski”, escribió Pushkin a su amigo. A nadie se le ocurriría burlarse de Hamlet; y en eso precisamente reside su condena: amarle es casi imposible; sólo las personas como en la obra Horacio sienten cariño por Hamlet. Cualquiera siente compasión por él, lo que resulta comprensible: casi todo el mundo reconoce en él sus propios rasgos; pero es imposible amarle porque él tampoco ama a nadie.
Ivan Turguéniev, “Hamlet y Don Quijote”, en Páginas autobiográficas (traducción de Víctor Gallego Ballestero), Alba Editorial, Barcelona, 2000.
En las épocas subsiguientes, el hidalgo y su creador han sufrido metamorfosis aún más considerables. Para lectores del siglo dieciocho como el doctor Johnson, el ajado caballero no sólo era infinitamente divertido sino, también, una clave para comprender la naturaleza humana; para los románticos, don Quijote era un héroe romántico que corría en vano tras un ideal de belleza; para los realistas, Cervantes fue el primer realista; para los modernistas, fue el primer moderno; para los surrealistas era surrealista y para los posmodernos fue el primer posmoderno. Al parecer, don Quijote se convierte en quienquiera que lo lee.
Margaret Atwood, en Don Quijote alrededor del mundo, op. cit.
Finalmente, encontramos en Cervantes algo, un “algo” que se encarga de ordenar y ensamblar los elementos para formar con ellos un todo y para derramar sobre él una luz auténticamente “cervantina”. Es verdaderamente difícil decir en qué consiste este “algo”. Podríamos esquivar la dificultad diciendo que consiste, simplemente, en el tema mismo, en la idea del hidalgo rural que pierde el seso y se deja llevar por la quimera de que está llamado a resucitar la caballería andante: este tema da a la obra, en efecto, su unidad y su tónica. Pero el tema (que Cervantes tomó, por lo demás, de una obrilla de su época, desprovista de todo interés, del Entremés de los romances) muy bien podía haber sido tratado de otro modo; muy bien podía el héroe haber sido otro que don Quijote, y no era obligado tampoco que saliesen a escena Dulcinea ni, lo que importa más, Sancho Panza. Y, sobre todo, ¿qué fue lo que tanto cautivó a Cervantes en esta idea? Fueron las grandes posibilidades que encerraba de desarrollar en torno a ella el panorama de lo múltiple y sus perspectivas, la mezcla de lo fantástico y lo cotidiano, las inacabables mudanzas, lo flexible y lo maleable del tema, en el que cabía encuadrar todas las modalidades del arte y del estilo. Era un tema que permitía mostrar el abigarrado mundo bajo una luz que respondía perfectamente al talento de Cervantes.
¿Qué es ese “algo” que ordena el todo en unidad y nos lo muestra bajo una determinada iluminación, precisamente la “cervantina”? No es una filosofía, no es una tendencia, ni siquiera una preocupación por la inseguridad de la existencia humana o por la fuerza del destino, como en Montaigne o en Shakespeare. Es una actitud, una actitud ante el mundo, y también ante los temas de su propio arte, actitud en la que se destacan por encima de todo dos cualidades: la valentía y la ecuanimidad. Al lado del juego que le produce el juego multiforme de lo sensible, hay en Cervantes, siempre, un no sé qué de áspero y orgulloso, muy meridional. Este algo impide a nuestro poeta tomar demasiado en serio el juego. Lo contempla, lo plasma, se complace en él; también tiene que regocijar cultamente a sus lectores. Pero el autor permanece al margen, sin tomar partido (como no sea para pronunciarse en contra de los libros mal escritos); guarda una actitud neutral. No basta con decir que no enjuicia ni saca conclusiones; esto es poco, pues ni siquiera se abre el proceso, ni siquiera se formulan las preguntas a las que se pudiera contestar. Nada ni nadie (con excepción de los libros y comedias detestables) es condenado en esta obra, ni Ginés de Pasamonte, ni Roque Guinart, ni Maritornes, ni Zoraida; la conducta de Zoraida para con su padre se torna en problema moral y en un acertijo a nuestros ojos, pero Cervantes nos cuenta la historia sin dejar traslucir lo que piensa; mejor dicho, no es Cervantes mismo quien la cuenta, sino el preso, el cual aprueba, como es natural, la conducta de Zoraida, y basta con esto.
Erich Auerbach, Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (traducción de I. Villanueva y E. Ímaz), FCE, 1950; 8ª reimpresión, 2001.
Tanto los héroes de Homero como los de Shakespeare, tanto don Juan como Fausto, existían de antemano; pertenecían a la tradición religiosa, a la historia, a la leyenda, al folklore, incluso a la propia literatura, y contaban con una elaboración que la crítica ha conseguido fijar en algún caso con precisión satisfactoria. Hasta llegar a la versión goethiana, el doctor Fausto había pasado ya por conocidos avatares, y don Juan no ha dejado de sufrirlos aún después de que Tirso de Molina cumpliera la original acuñación poética del personaje. De este modo, tanto el creador respectivo como su público, contaron desde el comienzo con un punto de referencia externo, sea en la literatura, sea entre otros sectores de la vida cultural, que —sin perjuicio de la cerrada unidad estética de la obra— les ayudase a construir el mito en vías del arte y a percibir el sentido trascendente alojado en esa construcción.
En cambio, cuando por vez primera aparece el Quijote, ignora el mundo la posible existencia de tal héroe. Y el repaso de las actitudes críticas asumidas frente a su creación por las sucesivas generaciones nos enseña que sólo a lo largo de tres siglos alcanzaría a desentrañarse su sentido más profundo, por mucho que éste fuera presentido ya, y en forma poderosa, aun cuando confusa, desde el punto inicial. El lector de aquel nuevo libro que en 1605 publicaba Miguel de Cervantes debió de enfrentarse con una criatura de ficción inaudita y nunca vista, para cuyo entendimiento no podía asirse a precedente alguno. Tenía, pues, que abordarla sin otros recursos que los ofrecidos por el autor en el texto mismo, fuera del cual no había punto de referencia capaz de prestarle auxilio.
Francisco Ayala, “La invención del ‘Quijote’”, en Don Quijote de La Mancha, op. cit.
La verdad sobre Sancho Panza
Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de don Quijote, que éste se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras; las cuales, empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiera debido ser Sancho Panza, no dañaron a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de cierto sentido de la responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.
Traducción de Alejandro Ruiz Guiñazú
Franz Kafka, La muralla china, Alianza Editorial, Madrid, 1975.
Compilación y nota: Kathya Millares
Periodista y editora.