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Cesarismo democrático: ¿un oxímoron innecesario?

En diciembre de 1919 –pronto hará un siglo– se publicó «Cesarismo democrático. Estudios sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela», controvertido texto de Laureano Vallenilla Lanz donde se expone la tesis del “gendarme necesario”, doctrina que sirvió para sustentar, intelectualmente, la dictadura de Juan Vicente Gómez. No obstante, el volumen continúa generando reflexiones pues varios de los asuntos que trata mantienen inusitada vigencia en el contexto venezolano actual.

Como recordatorio de su centenaria publicación, Prodavinci presenta una serie de trabajos sobre esta obra.

«Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano».
Friedrich Schiller.

 

En 1928, Rómulo Betancourt, líder del Partido Democrático Revolucionario, se encontraba exilado en México. Desde allí escribió, en el diario Libertad, la siguiente invectiva contra un prestigioso historiador y ministro del gobierno de Juan Vicente Gómez: «Maquiavelo tropical empastado en papel higiénico». El título del libelo nos revela el nombre de contra quien va dirigido el escrito: “Perfiles de la Venezuela Decadente: Laureano Vallenilla Lanz”.

En 1919, Vallenilla había publicado un polémico libro, de historia y filosofía del derecho, titulado Cesarismo Democrático. Este texto comienza con un análisis de la destrucción que la Guerra de la Independencia produjo en todos los órdenes y de las crisis políticas que provocó dicha destrucción en el transcurso del resto del siglo XIX, para concluir en la tesis de que solo la figura de un “gendarme necesario” convertiría esta situación de inestabilidad en una de paz, de orden y progreso.

El propósito explícito de Laureano Vallenilla es “contribuir a la elaboración de un sentimiento nacional”, es decir, promover el nacionalismo, origen de muchos males. El autor tiene la esperanza de que las nuevas generaciones tomen conciencia que solo se puede fundar el derecho político sobre “hechos sociales e históricos indiscutibles”. Vallenilla confiesa que privilegia los “hechos”, dogma positivista, por encima del “derecho”. Parece un absurdo que, a partir de verdades empíricas, se pueda crear una constitución. En principio, una carta magna debe inducir al deber ser, no conformarse con el ser fáctico.

La creencia de Vallenilla es que hay que crear primero el progreso, luego vendrá la legalidad. Dicha legalidad no solo es diferida sino que, además, es descalificada su función de asegurar el liberalismo político. El autor establece que los principios de su pensamiento van dirigidos “contra la constitución democrática y contra el régimen representativo y federal imperante en Venezuela”.

En esa actitud antiliberal es clara la referencia al cesarismo, pero la conjunción con el término “democrático” es lo que resulta contradictorio. ¿Cuál es el significado de este oxímoron?

¿Qué se entiende por “cesarismo”? 

El término tiene una referencia histórica: el gobierno absoluto de Julio César. Este es solo el origen del término. Es necesario determinarlo conceptualmente. Tal vez la mejor caracterización sea la del pensador marxista italiano Antonio Gramsci: «el cesarismo expresa siempre la solución arbitraria, confiada a una gran personalidad, de una situación histórica y política caracterizada por un equilibrio de fuerzas de perspectivas catastróficas».

Gramsci distingue entre dos tipos de cesarismos. Unos son progresistas, como los representados por Julio César y Napoleón I. El cesarismo es progresista cuando su intervención ayuda a las fuerzas innovadoras a triunfar. Otros son regresivos, como los de Napoleón III y Bismarck. Es regresivo cuando su intervención ayuda a triunfar a las fuerzas retrógradas.

El cesarismo de Vallenilla se ubica en una posición intermedia entre progresivo y regresivo. La función del autócrata reside en la necesidad de encontrar el equilibrio deseable entre civilización y barbarie. El dictador es el punto de encuentro entre la intelectualidad y el analfabetismo. De la misma manera, vincula dos universos políticos: el de los institucionalistas que aspiran a la obediencia a la constitución, y el otro, el de quienes desconocen el aparato legal.

En resumen, el cesarismo, en cualquier caso, consiste en una salida encabezada por un líder militar a una situación desesperada y excepcional.

¿Puede ser democrático el cesarismo?

El título ‘cesarismo democrático’ es una contradicción en los términos. Pues sintetiza paradójicamente el gobierno de uno con el gobierno de muchos.

Según la célebre clasificación de los regímenes políticos, según Aristóteles, en su Política (III, 5), repetida desde Polibio hasta Norberto Bobbio, existen tres formas de gobierno legítimo: el gobierno de uno, la monarquía; el gobierno de pocos, la aristocracia; y el gobierno de muchos, la democracia. A partir de esta clasificación, el término “cesarismo democrático”,  tiene algo de paradójico. Se puede pensar que este autor construye un contrasentido al unir a los dos extremos de la clasificación.

La tradición bonapartista, heredera del cesarismo, explica esa aparente contradicción. El mismo Napoleón III describió la esencia del bonapartismo como un sistema basado en la democracia, pues aunque los poderes, en principio, pertenecen al conjunto de los ciudadanos, el poder es jerárquico, para poder estimular a todas las potencialidades de la sociedad. En otras palabras, el poder reside en el pueblo, pero se lo endosa, de forma absoluta, a un individuo, y no, como debería ser en una buena república, de forma limitada a los diferentes representantes de los intereses que componen la pluralidad nacional.

¿Cuál es el resultado de toda esta sofística? Una “democracia” autoritaria, plebiscitaria, donde el líder, aunque convalidado por el pueblo, pasa a convertirse en la única voz válida. Esto supone que la sociedad se rinde sentimentalmente ante el caudillo iluminado. Solo la fuerza de su carisma es la expresión de su legitimidad.

Esta caracterización del bonapartismo parece coincidir con el contenido de la ideología del Cesarismo Democrático. Por ejemplo, para Vallenilla, los gobiernos de Páez y Gómez serían cesarismos del tipo progresista, verdaderamente democráticos, ya que ellos contribuyeron a establecer una nación unificada, pacificada y abierta al desarrollo.

La concepción política de Vallenilla es opuesta a la de Karl Popper, quien define a la democracia en función de su capacidad institucional para llamar a cuenta a los gobernantes:

“El nuevo problema ya no se formularía preguntando ¿quién debe gobernar?, sino mediante una pregunta muy diferente: ¿cómo debe estar constituido el Estado para que sea posible deshacerse de los malos gobernantes sin violencia y sin derramamiento de sangre?”.

Eso falta en el concepto democrático postulado por Vallenilla, donde no están garantizadas las libertades fundamentales de los ciudadanos, excepto la propia libertad del gendarme necesario. El pueblo enajena su libertad al dictador y, luego, solo le queda obedecer a la policía.

¿Dictador o tirano?

Hay que recordar que la primera clasificación aristotélica de regímenes políticos, la cual solo considera al número de gobernantes, debe ser completada con otra que considera las intenciones de los gobernantes. Si trabajan por el bien común, los regímenes son legítimos, mientras que si los gobernantes solo trabajan por su interés egoísta son ilegítimos. Las tres formas ilegitimas son: tiranía, oligarquía y demagogia.

Suponemos que la aspiración de Vallenilla es que el gendarme necesario no sea un tirano, sino un monarca civil, un dictador semejante al de la República romana. En esa época un dictador era un magistrado temporalmente investido con poder absoluto, es decir, alguien que ejerce la autoridad con severidad para imponer la ley. En consecuencia, Vallenilla dictaminó que «el Caudillo constituye la única fuerza de conservación social» y que «el gendarme electivo o hereditario de ojo avizor» es una necesidad fatal «en casi todas estas naciones de Hispanoamérica, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta». Suponemos que lo que haga el dictador ideal lo hace por el bien común, no por su propio interés. Su misión es pacificar y organizar el país. En cambio, el tirano actúa contra la ley y por su propio beneficio.

En resumen, la versión romántica del gendarme necesario justifica que el dictador utilice su autoridad para someter a quienes alteran el orden de la nación. Lamentablemente, Vallenilla no crea ningún criterio para discernir cuándo el gendarme necesario usa la mano dura en su provecho, y así se convierte en un tirano.

¿Qué clase de intelectual es Vallenilla? 

Según Julien Benda (La traición de los intelectuales, 1927), la función del intelectual es defender lo espiritual, los ideales, es decir, los principios éticos, por encima del realismo y del egoísmo. En otras palabras, debe ser crítico de las prácticas inmorales de los regímenes políticos como lo es cualquier forma de tiranía. Si lo inmoral es la corriente dominante, el intelectual debe ir contra corriente. Esa es una característica propia del intelectual que es fiel a su deber. Benda menciona a Sócrates como ejemplo de esta actitud, al preferir dar la vida en nombre del servicio de la ciudad.

Antes de hacer algún juicio con respecto a Vallenilla sería bueno que hagamos el ejercicio de brindarle los mejores argumentos para determinar su posición.

Si leemos a Vallenilla de forma compasiva, en el mejor de los casos, habría dictaduras progresistas cuya evolución debería culminar en la democracia. La existencia de estas dictaduras tiene lugar debido a que el pueblo todavía es muy bárbaro, y en consecuencia necesita ser educado por un gobernante fuerte. Esto supondría que el régimen cesarista debe planificar su propia superación a través de la educación. En resumen, debido a un proceso, parecido al del amo y el esclavo de Hegel, la formación autoritaria hace que el pueblo se eleve a la civilización.

De ser esta la interpretación correcta, Vallenilla no debería apostar por todo tipo de autoritarismo, sino por una especie de despotismo ilustrado, capaz de elevar el nivel de la conciencia nacional y el de crear instituciones sólidas. De no ser ese el caso, Vallenilla no haría sino ocultar sus tendencias filotiránicas, tal como las llama Mark Lilla, detrás de un tratado histórico.

No es fácil encontrar evidencias que Vallenilla haya construido una teoría para que dicho despotismo fuese tanto ilustrado como, sobre todo, lo más transitorio posible. En primer lugar, a pesar de su filosofía positivista, no establece una conexión fuerte entre la legitimidad del gendarme necesario y el proyecto ilustrado de desarrollar las ciencias y las artes. La educación parece reducirse a la obediencia de las masas al hombre fuerte.

Además, Vallenilla prefería gobiernos perpetuos. En su apología de la autocracia, se ampara en las tendencias más autoritarias de Simón Bolívar, quien propuso la presidencia vitalicia en la desdichada constitución de Bolivia de 1826. Vallenilla insiste, en que Bolívar «nunca abrigó la más ligera esperanza» de que «aquellas constituciones de papel» pudieran establecer el orden.

Además de su apoyo teórico a las dictaduras, Vallenilla le dedica su vida al servicio de la de Gómez. Lo contrario a un José Rafael Pocaterra y muchos otros consecuentes rebeldes contra el gomecismo.

¿Funciona el cesarismo? 

Las sociedades necesitan intelectuales que les recuerden a los pueblos y gobiernos, que los principios éticos están por encima del culto al poder. El cesarismo no parece apropiado para fundar la moral de una república. Además, la misma historia no corrobora la validez del remedio homeopático de Vallenilla, que no es otro que vacunarse de los pequeños caudillos por medio de un gran caudillo con apoyo popular.

En el siglo veinte, después de superadas las guerras civiles, nuestro continente ha sido pródigo en déspotas populistas que han afianzando su poder mediante la represión y la generalización de la corrupción. Estos cesarismos democráticos han conspirado contra la creación de soluciones de alta calidad, como son las instituciones donde los conflictos pueden ser resueltos por medio del diálogo. En su defecto, han dejado la fatal tradición de que las fuerzas armadas  usurpen el papel de árbitro de la vida nacional.

Vallenilla tenía la ilusión que el cesarismo democrático pacificaría al país y educaría a los barbaros para que pudieran crear las instituciones necesarias. Aspiraba a un cesarismo evolutivo. Esto lo convierte en un creyente del progreso despiadado, al igual que muchos intelectuales, tales como Nietzsche o Bernard Shaw.

No logró imaginar una mutación del cesarismo democrático, la cual daría lugar al peor de los escenarios posibles, el escenario que encarnó en la historia reciente venezolana. La realidad nos ha mostrado que, en una sociedad con instituciones democráticas establecidas, el cesarismo es capaz de destruir la civilización para devolver el país a la barbarie.

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Lea otros trabajos de la serie sobre Cesarismo Democrático:

Vallenilla Lanz: “Un jefe que manda y una multitud que obedece”; por Elías Pino Iturrieta

Una lectura de ‘Cesarismo democrático; por Florence Montero Nouel

Fue una guerra civil; por Laureano Vallenilla Lanz

 

 

 

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