Chile bajo el embrujo de Fidel Castro
Como ex crítico de cine lo sé muy bien: las cámaras se enamoran de algunos actores y actrices, no importa cuán buenos o malos sean. Con Fidel Castro sucedió algo similar. A escala política global y por más de medio siglo, sedujo a periodistas y políticos, a despecho de que él estuviera en las antípodas de sus intereses nacionales. Uno de los que más me sorprendió fue el muy neoliberal Roger Fontaine, ideólogo de Ronald Reagan, a quien entrevisté en 1985 para la revista peruana Caretas. Me definió a Castro como un líder a quien se escuchaba atentamente en Washington, pues “es un hombre notable, extraordinario, que puede cambiarlo todo”. Por cierto, en Chile no fuimos inmunes a ese carisma, pero con una particularidad notable: Castro no conquistó ningún admirador en las derechas, pero contribuyó a profundizar la división de las izquierdas, socavó una vía propia de transición al socialismo y contribuyó al fracaso del gobierno de Salvador Allende.
Los primeros chilenos que experimentaron su seducción fueron los radicalizados jóvenes del viejo Partido Radical. Desde “el guatemalazo” de 1954, eran antimperialistas duros, discrepaban de sus dirigentes socialdemócratas y resentían el menosprecio de los marxistas. Algunos, como el fogoso Julio “el flaco” Stuardo y el misterioso “Pato” Valdés, agitaban en la Facultad de Derecho de la Chile y filosofaban en la Fraternidad Juvenil Alfa Pi Epsilon. En la Universidad de Concepción, eran liderados por los hermanos Miguel y Edgardo Enríquez. Luego, el castrismo proliferó en el Partido Socialista, donde trató de bloquearlo el histórico líder Raúl Ampuero. Para éste, ese “embrujo” era disfuncional al proyecto de las izquierdas chilenas. Sin embargo, otros dirigentes discreparon y así cuajó una coexistencia rara. Mientras unos querían orientar el PS hacia la lucha armada, otros se fueron a cofundar el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) junto con los hermanos Enríquez, algunos optaron por la doble militancia y Allende debió equilibrarse en la cornisa. Por una parte apoyaba a Castro y, por otra, sostenía su convicción de que la vía chilena al socialismo iba por carriles institucionales.
Ni siquiera la centrista y gobernante Democracia Cristiana escapó a la seducción. Entre los admiradores del líder cubano hubo militantes destacados como Alberto Jerez, Bosco Parra, Jacques Chonchol, Julio Silva Solar, Patricio Hurtado y Pedro Videla. Ello estaría en el origen de dos escisiones sucesivas: Una, para formar el Mapu, bajo el liderazgo de Rodrigo Ambrosio; otra, para formar la Izquierda Cristiana, bajo la conducción de Luis Maira.
Todo eso fue un problema insoluble para los comunistas, aplicados estrategos de una transición al socialismo sin lucha armada. Para ellos Castro era un “aventurero” con “ideas extrañas a la ideología del proletariado”. Pero no lo decían en voz alta, pues la URSS lo blindaba y el cubano aprovechaba tal ventaja para aserrucharles el piso. En La Habana, 1966, en pleno acto masivo, ridiculizó al alto dirigente Orlando Millas, quien había rechazado su intervencionismo en Chile. También promovió un cargamontón de los intelectuales cubanos contra Pablo Neruda y era usual encontrar en la prensa isleña alusiones a Luis Corvalán, secretario general del PC, definido como “buromarxista chileno”.
ATRACCIÓN FATAL
Castro dejó en claro su repudio al proceso izquierdista-institucionalista que venía fraguándose en el Chile sesentero. Dijo que el gobierno de Eduardo Frei Montalva era la “prostituta del imperialismo” y trató a éste de “reaccionario”, “cobarde”, “mentiroso” y “pobre burgués”. También quiso tutorizar a Allende pero, al no conseguirlo, deslizó -vía el intelectual francés Regis Debray- que era un simple “reformista” (grave ofensa en el léxico revolucionario). Además, sometió el proyecto allendista a una polémica a machetazos. En la primera y única conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), el 10 de agosto de 1967, dictaminó que “estarán engañando a las masas quienes afirmen, en cualquier lugar de América Latina, que van a llegar pacíficamente al poder”.
Sin embargo, Castro debió dar un volteretazo táctico cuando comprendió, encuestas en mano, que Allende podía ganar las elecciones de 1970. A sólo a un mes de las mismas y sin arrugarse, admitió que en Chile, como cosa excepcional, sí era posible llegar al socialismo tras una victoria electoral. Como contrapartida, Allende inició su gestión tendiéndole una mano desaislante. Le formuló una invitación para que conociera in situ la experiencia chilena, pensando (esperando) que, tras asomarse a la realidad, el líder cubano tranquilizaría a sus epígonos locales.
Fue una invitación temeraria pues, como escribiera Gabriel García Márquez respecto a Castro, “no creo que pueda existir en este mundo alguien que sea tan mal perdedor”. Si ya le había sembrado guerrilleros al patriarca socialdemócrata venezolano Rómulo Betancourt, mal podía pedírsele comprensión para un Allende que emergía como su contramodelo a escala mundial. En definitiva, la visita sería una catástrofe sin retorno para el líder chileno.
Por lo expuesto, no puede decirse que la crisis terminal de la Unidad Popular inspirara en Castro una angustia fraterna por la vida de Allende. Él sólo quería que, abdicando de su trayectoria institucionalista, el chileno empuñara las armas in extremis. En carta del 29 de julio de 1973, hasta le sugirió una muerte ejemplar. Luego, en discurso de 28 de septiembre de 1973, se desentendió de las informaciones sobre su suicidio, para inventarle un final castristamente correcto. Su idea quedó encapsulada en una frase: “Los revolucionarios chilenos saben que ya no hay ninguna otra alternativa que la lucha armada revolucionaria”. Más grave, aún, Castro sugirió en ese mismo discurso que el fin de la experiencia de Allende podía ser el comienzo de una buena guerra contra Chile. Una más funcional, para la revolución, que sus artesanales y ya fracasados “focos guerrilleros”. La idea estaba implícita en el siguiente párrafo: “El imperialismo, al tomar el poder en Chile en forma desembozada con un régimen fascista, amenaza por el oeste a la Argentina y amenaza por el sur a Perú”.
Es impresionante que este tramo estratégico de la historia del castrismo no haya sido procesado por nuestros historiadores. Máxime cuando la crónica dice que, después de ese discurso, el general y dictador peruano Juan Velasco Alvarado inició preparativos muy serios para atacar al Chile de Pinochet.
MORIR POR FIDEL
Como buen “animal ideológico”, Castro nunca hizo la autocrítica de su política setentera hacia Chile. Peor, en los años 80, en un extraño giro de la historia, patrocinó el derrocamiento militar de Pinochet, esta vez con el apoyo de los comunistas, pero sin contar con los socialistas renovados.
Patricio Aylwin, primer presidente de los gobiernos de la Concertación, captó bien esa pasión tutorial de Castro y le puso freno con elegancia y sutileza. Preguntado por el cubano si se podían tutear pues «yo me tuteo con todos», respondió: «Mire usted, este señor que está aquí, mi canciller don Enrique Silva Cimma… con él somos amigos desde que éramos profesores jóvenes de la universidad y siempre nos hemos tratado de usted».
A continuación, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, mantuvo el distanciamiento aylwinista y Ricardo Lagos, fue descalificado por Castro, al alimón con el venezolano Hugo Chávez, pues ambos lo consideraban un falso socialista.
Sólo Michelle Bachelet, durante su primer gobierno, quiso salvar la valla del recelo mutuo con su decisión de viajar a Cuba. Fue con mucha ilusión pues, seguramente, sintió por el Castro joven la misma admiración de los entonces jóvenes radicalizados. Pero, lamentablemente, ella cayó en medio de la dualidad del poder que representaban el patriarca ya invernal y su otoñal hermano Raúl. Este no pudo dar a Bachelet el tratamiento político que merecía, pues “el líder máximo” estaba más interesado en darle una mano geopolítica a su discípulo Evo Morales. Fue un triste fiasco para Chile.
En síntesis, los chilenos no supimos decodificar el embrujo de Castro. Nunca asumimos que éste no se relacionaba con nadie en términos de noble amistad y que sólo amaba a quienes aceptaban morir por la revolución (es decir, por él). El rústico Diego Maradona lo sospechó desde el principio cuando, tras besar sus manos, dijo que “por Fidel yo daría mi vida”.
Esa fue la verdad esencial de su magnetismo. La que afectó a los que murieron en el asalto al cuartel Moncada, en la Sierra Maestra, en los diversos focos guerrilleros y en las guerras africanas. La que impregnó a quienes se suicidaron, como Osvaldo Dorticós y Haydée Santamaría. La que se aplicó a los militares de su Ejército, condenados a muerte por sus tribunales, como Arnaldo Ochoa, héroe de la revolución.
El tantas veces autoabsuelto Castro tuvo la enorme responsabilidad de haber ocultado esa verdad esencial. La mayoría de esos muertos prematuros no alcanzó a leer, en la revista Newsweek del 9 de enero de 1984, la asombrosa confesión de que su proyecto continental fue una táctica diversionista: “Ni siquiera oculto el hecho de que, cuando un grupo de países latinoamericanos, bajo la guía e inspiración de Washington, no sólo trató de aislar a Cuba políticamente, sino la bloqueó y patrocinó acciones contrarrevolucionarias (…), nosotros respondimos, en un acto de legítima defensa, ayudando a todos aquellos que querían combatir contra tales gobiernos”.
Al fin de cuentas, su América Latina “preñada de revolución” fue sólo eso: la metáfora vendedora de un seductor excepcional. Uno tan “incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal” -según otra caracterización de García Márquez-, como capaz de desafiar a los EE.UU, usar a la URSS, torpedear a las izquierdas tradicionales, ubicar a Cuba en el Directorio mundial de la guerra fría y morir en el poder.
José Rodríguez Elizondo – Escritor, abogado, periodista, diplomático y caricaturista, José Rodríguez Elizondo es en la actualidad Director del Programa de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y Director de la carta mensual Realidad y Perspectivas (RyP).