Chile busca el equilibrio perdido
La magnitud del cambio chileno marcará parte de la identidad de la nueva América
Como ocurrió en otros países de América Latina, Chile tuvo una dictadura militar. También tuvo un presidente de izquierdas, que no fue el más exótico, pero sí el que terminó de manera más trágica.
Ahora tiene el mayor desarrollo económico y la menor población de la región y, sin embargo o por ello, Chile constituye el mejor reflejo en positivo y en negativo de la situación política e identitaria de una parte de Latinoamérica.
América se busca a sí misma. Desea encontrar el equilibrio entre los modelos formales de las democracias tradicionales y el gran desequilibrio y la gran duda que pende sobre el futuro de Latinoamérica: la desigualdad social.
Los chilenos viven en medio de dos fenómenos que, en cierto sentido, marcan el fin de una época. Siguiendo el ejemplo español (a fin de cuentas, Pinochet tenía en el fallecido dictador Franco su referente más cercano) la transición democrática chilena fue otra muestra de cómo pasar de ley a ley.
Un referéndum contra todo pronóstico y contra el poder tan extremo de un gobierno precedido por Pinochet dio la razón a los demócratas. El triunfo del “no” brindó una oportunidad para que todos los partidos lucharan contra el pinochetismo y contra las consecuencias morales, no ya de la mayor cantidad de desaparecidos o de crueldades, sino del grafismo de lo que significaba el fracaso en otros tiempos de los modelos democráticos inspirados en la izquierda.
El Chile del Canto general de Pablo Neruda, el de Salvador Allende, el de Augusto Pinochet o de Luis Corvalán, el comunista, fue un Chile que a partir del “no” tuvo que encontrar una manera de vivir al mismo tiempo con la Constitución de los dictadores y con la victoria y la moralidad de los demócratas.
Allí comenzó un camino en el que Chile se convirtió en el ejemplo del éxito, por ejemplo, de la Escuela de Chicago o de la capacidad sin límite para aguantar los sacrificios de la desigualdad social y la no reparación de la deuda histórica del Estado con los pueblos indígenas, a los que pertenecen un 11,11 % de la población, 1.714.677 personas. Entre ellas, el 84,11% es mapuche, la etnia más numerosa, aunque los pueblos ancestrales del Norte (aymara, likan antai, quechua, collas y diaguitas) suman un 10,62% con 182.098 individuos.
Chile aparecía como un país de orden. Sin embargo, siempre tuvo el mismo problema: antes del Estadio Nacional y de destrozarle las manos a Víctor Jara y de la ilusión desatada por el experimento del Frente Popular de Allende, ya era un país tremendamente clasista y separado. No hay nadie por debajo de la Plaza Italia —punto neurálgico de la capital— que se atreva a soñar siquiera con una mujer de los barrios altos de esa misma plaza. Santiago está partida en dos. Y aunque, más pronto que tarde, el hombre pudo caminar por las alamedas de la libertad, es verdad que hoy Chile es el ejemplo del fin de los modelos que se quedaron obsoletos.
Nadie sabe quién pone bombas en el metro de Michelle Bachelet, presidenta con una gran popularidad y autoridad moral. Nadie sabe dónde está el punto de resistencia de los ricos frente a las profundas reformas que quiere hacer la mandataria.
Pero hay que fijarse en la derogación de las Leyes de Amnistía para entender que Chile, que se manifiesta hoy a través de los jóvenes o de los indígenas, está cambiando. Y la magnitud de ese cambio es lo que marcará parte de la identidad de la nueva América.
En Chile, el problema de la imposibilidad de atender las demandas de los más jóvenes —como en el Brasil de Dilma Rousseff y como en casi todas partes—, y las incógnitas que provoca el presente están desgarrándose en forma de manifestaciones callejeras y quién sabe si de bombazos anarquistas. Es la realidad ciudadana de una nación que sigue teniendo pesadillas con el negro túnel que comenzó a recorrer a partir del 11 de septiembre de 1973.
En su segundo mandato, la presidenta Bachelet ha tomado la Constitución, pero, sobre todo, el armazón de la sociedad chilena, para cambiarla. Su antecesor en el cargo —Sebastián Piñera—, derechista y empresario, máximo representante del triunfo de la economía desde Pinochet hasta nuestros días, fracasó en el naufragio de las aspiraciones de los jóvenes que supuso el fin del modelo tecnocrático.
Ahora se trata de resolver dos cuestiones: primera, ¿cuál es la verdadera integración y el verdadero pacto con los indígenas que deben hacer las sociedades modernas? Segunda, ¿cuál es el pacto para darle a la juventud lo que le pertenece, es decir, el futuro?
En el caso chileno, aunque son los estudiantes los que se manifiestan, ellos constituyen solamente la punta del iceberg de una sociedad enormemente desigual. A sus demandas, se unen amplias reclamaciones en el enorme campo de las libertades personales: desde el divorcio hasta el aborto (hoy todavía ilegal en Chile).
En definitiva, el cambio y la reforma de una Constitución que fue hecha por y para los resultados del naufragio del golpe militar, pero que durante una serie de años (casi veinte) ha permitido a la Concertación y a sociedad chilena basarse en su enorme estabilidad económica para explicar su enorme bloqueo social.