
“¿Qué podría haber de extraordinario en esos ojos?” ¿Qué se refleja allí, a la vez oscuramente en la angustia y luminosamente en el orgullo?
André Breton, Nadja
Conviene aclarar que no es el vocablo democracia un equivalente de legitimidad. Aunque, sin embargo, el ejercicio democrático genera legitimación. La legitimidad supone básicamente y entre otras acepciones que se enhebran en la consideración de la temática, el reconocimiento de la ciudadanía al poder y, para ser congruente, como expresión de legalidad regular y válida. La democracia es un sistema de gobierno que supone la prevalencia del pueblo como depositario y titular de la soberanía.
Se tiende no obstante a denominar como por antonomasia las nociones de legitimidad democrática y legalidad y en efecto, en la evolución de la teoría política la democracia ha progresado hasta convertirse en un paradigma que implica, además, la correspondencia entre el liderazgo emergente y la aprobación de sus bases formales e ideológicas y discúlpenme si redundo. Obviamente la estructura pública se aviene en simultaneo, como el marco político y jurídico en que se cumple esa dinámica.
Anotaremos de seguidas y antes de abordar el escenario venezolano en este momento de su devenir que, se asumieron en Francia ambos vocablos como sinónimos hasta la revolución y especialmente, con el retorno de las monarquías. (Thomas Würtenberger, Legitimität, Legalität, in R. Koselleck/T. Conze (dir.), Geschichtliche, Grundbegriffe, t. 3, Stuttgart, 1984, p. 677-740. Citado por Jean-François Kervegan, Legitimidad de la Legalidad, 2011)
Me permití antes y por fortuna, revisar una tesis de doctorado en Ciencias, mención Ciencias Políticas de la UCV, de mi entrañable amiga Silvia Schanely de Suárez, publicada en enero del 2005 que se explaya en la historia misma de la legitimidad democrática desde los comienzos de la república y que me ha sido de utilidad leerla para ubicarme en el contexto de nuestra meditación.
La república de Venezuela, “in status nascendi”, se alimentó del pensamiento de la ilustración y de la experiencia norteamericana. Caviló en clave republicana y entendió que la democracia era un camino para recorrer, aunque, es menester anotar que era una sociedad dividida socialmente y con una clase social predominante, los mantuanos, y otra que reunía a distintos por raza o condición social, transitó su proceso, su maduración, entre luchas y desencuentros notables, a ratos dolorosamente determinantes.
Inclusive, cabe afirmar que tanto la idea de república como de democracia conocieron en esencia periodos de negación, imponiéndose las oligarquías históricas resultantes de los pergaminos exultantes de los hombres de la independencia y la propensión a imponerse por las armas, por encima de cualquier otra consideración.
Empero, aquello se cumplía en medio de la repitencia de un discurso institucional con acentos democráticos y constitucionales, pero, es necesario asentar, de dudosa sinceridad. De allí a acumular tantas constituciones y tan poca república y de suyo, tanta palidez democrática.
Por eso en Venezuela y en su devenir, el manejo de las nociones de legitimidad y legalidad son controversiales para analizarlas sin una metodología diacrónica que privilegie el examen del momento y toda su circunstancialidad genealógica.
No profundizaré, en consecuencia, con afanes académicos, en el breve espacio de un artículo de prensa y me detendré, sin embargo, en el período llamado democrático que yo prefiero denominar de auge y caída de la republica de Venezuela 1998 a 2024.
Sostengo que el período que se inicia en 1958 y hasta 1998 fue realmente republicano. Entiéndase, republicano por sus valores civiles, políticos, sociales, por principios morales y por unir realmente sin mediatismos, la legitimidad y la legalidad con los vaivenes propios de la democracia, pero, sin perder el sentido eficiente entre ambas.
Distinto será el enfoque a partir de 1998, siendo que desde la legitimidad de la elección de Hugo Chávez se partió hacia la deconstrucción de la legalidad democrática y se llega a las horas actuales de desrepublicanización, desconstitucionalización, desinstitucionalización, desconvencionalidad y desnormación, en suma, a pesar de la inflación legislativa.
Fijémonos que a 1958 se llega con una aspiración de libertad imaginada en una república democrática, con su sustancialidad civil en primer término, y nótese que insisto, para luego, constituir un compromiso con el estado de derecho, la fragua de una sociedad abierta, plural, inclusiva y respetuosa de los derechos humanos, individuales y colectivos.
Con afanes de estabilidad, certeza, paz y seguridad arranca el puntofijismo. He allí una estructura que, al levantarse, por cuatro décadas determinó al país, en consonancia racional y objetiva entre legitimidad y legalidad, con relámpagos de dubitativo apremio y fe de vida, pero, con resultas efectivas entre el discurso, la significancia social y la dinámica deliberativa y decisoria. Después de todo, la apuesta conceptual consistió en entender a la legitimidad, como una pasarela entre lo político y lo jurídico y como actores impretermitibles.
Ex post, cambian las cosas y nos ubica en la actual coyuntura en que ni la legitimidad ni la democracia, ni la legalidad sirven para definir la vida política e institucional societaria y, por el contrario, se fragua en terreno falso, arenoso y, vuelta a las antípodas con las armas rigiendo nuestro decurso histórico. Ya no hay maneras de recurrir a la retórica, a la metonimia; régimen no será democracia, ni constitucional lo legal, ni lo válido será lo fáctico.
Más aun, el desconocimiento del 28 de julio y su entidad de legitimidad democrática nos ha colocado en un plano en que nos separamos y marginamos de toda sindéresis articulada entre lo que es y lo que debe ser y así, por ilegitimo es jurídico y en simultáneo completamente ajurídico.
El domingo pasado pudimos comprobarlo. Un pretendido acto de ciudadanía como la elección de representantes y gobernadores, fue simplemente objeto del mayor de los desaires, fue una denuncia, una protesta, una expresión en negativo precisamente. Ni fue el pueblo llamado como soberano, ni su rol material en la evidencia fue legitimatorio.
¿Legalidad? Ninguna. Comicios oscuros desde su anuncio intempestivo, su organización discriminatoria y plagada de opacidades y con una participación más que precaria. Ni legal, ni legitima ni democrática.
Solo queda el rostro de la mentira cínica, del poder impuesto por las armas, de la represión, de la antipolítica, de la injusticia, de la miseria humana, de la pobreza espiritual, del autoritarismo, de la prevalencia de la mediocridad, de la oscuridad, del deterioro antropológico y, sin embargo, resalta una conclusión; solo ese pueblo hoy sometido y desfigurado puede alumbrarse nuevamente como pueblo libre. Nadie, y que nos quede claro, lo hará en su lugar.