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Cien años de Daniel Bell

Bell se definía como socialista en economía, liberal en política y conservador en cultura. Siempre combinó la tradición judía y el radicalismo yidis. Esa tensión está en el origen de sus observaciones más perspicaces.

Siempre lamento que mi padre, Daniel Bell, que el 10 de mayo habría cumplido cien años, no escribiera unas memorias. A principios de los noventa, dediqué mucho tiempo a intentar convencerlo para que lo hiciera. Entonces tenía poco más de setenta años y acababa de retirarse, contra su voluntad, de su cátedra en Harvard (¡aún había jubilación obligatoria para los profesores universitarios estadounidenses en esa época!). Durante más de una década, habían salido a un ritmo constante libros sobre los “intelectuales de Nueva York”, que por lo general le dedicaban una atención considerable: sus primeros años en el movimiento socialista y en el City College de Nueva York, su trayectoria como prolífico periodista intelectual, su evolución hasta convertirse en uno de los grandes sociólogos modernos. La mayoría de los autores lo trataban de forma bastante favorable. Algunos le habían hecho largas entrevistas.

Sin embargo, cada vez que llegaba un libro nuevo a su casa de Cambridge, me llamaba, quejándose de los inevitables errores y tergiversaciones. A veces llegaba incluso a mandar extensas cartas sobre el tema al desafortunado autor, mecanografiadas en su vieja Smith Corona eléctrica, con correcciones temblorosas a mano. Si el libro había sido injusto con él, como ocurría a veces, la carta se volvía dispéptica. “Deberías escribir tus memorias –le decía yo por teléfono–. Cuenta tu historia. Asegúrate de que los historiadores del futuro tengan tu versión.” Le resultaba particularmente molesto que los autores lo calificasen de “neoconservador”, como hacían los periodistas desde que Peter Steinfels publicó The neoconservatives en 1979. Mi padre insistía en que seguía siendo un hombre de izquierdas, un “socialista en economía”, un “menchevique”. No me lo digas a mí, respondía yo. Ya lo sé. Escríbelo.

Pero siempre ponía reparos. No podía escribir unas memorias sinceras, insistía, sin revelar secretos que harían daño a gente que había conocido, o a sus familias. Eso parecía una excusa claramente falsa. Cuando le preguntaba sobre los secretos en cuestión, eran pecadillos bastante menores o resultaban totalmente tangenciales a la historia de su vida y podían dejarse fuera con facilidad.

Creo que era más importante la razón absolutamente humana y comprensible de que escribir unas memorias se parecía demasiado a un último capítulo: a una carrera, a una vida. Mi padre fue un hombre que casi nunca hizo ejercicio después de terminar la preparatoria a los dieciséis, comía carne roja al menos dos veces al día (sobre todo tocino y salami) y padecía diabetes desde los cuarenta años. A los 54, le dijo a mi madre que no creía que fuera a vivir otra década. Creo que estaba tan sorprendido como cualquiera de llegar a los 91.

Al final dejó algunos fragmentos autobiográficos. Uno es un ensayo brillante titulado “First love and early sorrows”, que publicó Partisan Review en 1981. Empieza con el relato tierno y vívido de cómo, a los trece años, se convirtió en lo que describía como un socialista de derechas. El otro es el maravilloso documental que Joseph Dorman hizo en 1997, Arguing the world, sobre él, Irving Kristol, Nathan Glazer e Irving Howe. Ahí contaba historias de su infancia, y sobre los legendarios días en el “rincón 1” de la cafetería del City College donde esos cuatro chicos judíos pobres, hijos de inmigrantes que hablaban yidis, se hicieron amigos. Dorman también seguía de forma admirable sus carreras, la manera en que trataron con el macartismo y la Nueva Izquierda, y sus desavenencias políticas: Howe, el socialista democrático (y fundador de Dissent), por un lado; Kristol, el desacomplejado neoconservador y reaganita, por el otro; Glazer y mi padre en algún lugar entre ellos dos, mi padre inclinándose más, con el tiempo, hacia la izquierda.

El ensayo y la película ayudaron a compensar la falta de memorias. Lo mismo ocurre con las variadas historias de los intelectuales de Nueva York, por no hablar de tres biografías sustanciosas. Pero todavía falta mucho, inevitablemente. La perspectiva de un hijo puede ser cualquier cosa salvo imparcial y carente de filtros, pero me ayuda a ver lo que se ha quedado fuera.

Él mismo dejó muchas cosas fuera, incluso cuando no parecía hacerlo. “First love and early sorrows”, por ejemplo, es hermoso y conmovedor, pero dice poco de su vida interior. Salvo por una viñeta breve y emocionante sobre su asombro ante la pobreza generalizada en Nueva York durante la Depresión, que según él fue la razón por la que se hizo sociólogo, la parte más personal trata de cómo reaccionó, a los trece años, al diario del anarquista Alexander Berkman, que contaba la brutal represión ordenada por Trotski del motín de marineros de 1921 en la base naval de Kronstadt, cerca de lo que hoy es San Petersburgo. Un pasaje del ensayo se ha vuelto merecidamente famoso: “Cada generación de radicales, se dice, tiene su Kronstadt. Para algunos fueron los procesos de Moscú, para otros el pacto nazisoviético, para otros Hungría (el juicio a Rajk en 1949), Checoslovaquia (la defenestración de Masaryk en 1948 o la Primavera de Praga en 1968), el gulag, Camboya, Polonia (y vendrán más). Mi Kronstadt fue Kronstadt.”

Arguing the world parece ofrecer un retrato mucho más personal y espontáneo. Personal, sí; espontáneo, no. Como puede atestiguar cualquiera que conociese a mi padre, era un contador de historias con gran práctica y experiencia. Tenía una enorme colección de anécdotas, chistes y bromas que podía espolvorear en su conversación con un sentido preciso de la entonación y el tiempo. “¿Cuál es mi especialidad?”, preguntaba. La respuesta: “Soy un especialista en generalizaciones.” “¿Por qué dejé mi carrera en el periodismo por la academia? Tres razones: junio, julio y agosto.” “¿Qué es un intelectual? Alguien que pregunta: si algo funciona en la práctica, ¿funciona también en la teoría?” Cuando empecé la universidad casi podía predecir qué bon mot se acercaba con varias frases de antelación (y, a la manera adolescente, ponía expresión de fastidio). Era una actuación. Pero también una especie de escudo, que le permitía desviar la conversación de áreas que lo hacían sentirse incómodo.

El escudo estaba, en parte, para cubrir vulnerabilidades y dolores profundos, algunos de los cuales reconocía fácilmente, y otros no. Cuando tenía menos de un año, a comienzos de 1920, su padre murió de gripe española. Él, su hermano mayor Leo y su madre Annie, una inmigrante pobre que trabajaba en el sector textil, pasaron los siguientes años apretándose en los departamentos ya superpoblados de otros miembros de la familia, y dependían del apoyo de caridades judías. Su madre los llevaba regularmente a él y a su hermano en el largo trayecto en metro, desde Lower East Side hasta lo más profundo de Queens, para visitar la tumba de su padre.

De bebé, pasaba el día en un lugar llamado Jewish Day Orphanage [orfanato judío diurno], y si su madre no podía recogerlo a tiempo, pasaba allí la noche. Podía describir en términos desgarradores el miedo que sentía, a diario, de pie ante la puerta del orfanato, esperando a su madre, sin saber si llegaría a tiempo. Era uno de sus relatos bien ensayados. Era más reacio a comentar sus sentimientos hacia el padrastro con quien su madre se había casado cuando él tenía trece años, y con quien nunca se llevó bien (no conocí a sus dos hermanastros). Solo cuando tuvo una edad avanzada me habló de la dolorosa ruptura de su segundo matrimonio a comienzos de los años cincuenta, que le produjo una depresión y lo envió a una terapia intensiva de psicoanálisis freudiano.

Aun así, salió de ese laberinto, en buena medida gracias a su terapeuta, como siempre decía. En mi vida, aunque vi a mi padre a veces triste o frustrado, pocas veces lo veía en las garras de algo peor, pero recuerdo muchos momentos de verdadera alegría (especialmente sonriendo incontrolablemente hacia mis propios hijos). Había mucho tejido emocional dañado, pero en su mayor parte viejo, cerrado y cubierto de material más sano. Al menos así era hasta que mi madre, Pearl Kazin Bell, tuvo una terrible caída y sufrió grave daño cerebral en la primavera de 2002. El accidente aplastó el ánimo de mi padre mucho tiempo y lo dejó abatido. Pero al final se recuperó, en cierto modo, y se esforzó heroicamente en cuidarla, construyendo una extensión en su casa en Cambridge para que ella pudiera quedarse junto a él, con la atención de una enfermera las veinticuatro horas. Estoy seguro de que una de las razones por las que vivió tanto tiempo fue la necesidad de cuidar de ella.

Las actuaciones no eran solo un escudo, por supuesto. El deporte de los intelectuales judíos de Nueva York era la conversación competitiva, y todos necesitaban sus historias, sus interpretaciones, para contender. Los cocteles y las cenas tendían a convertirse en torneos intelectuales, y aunque solían dominar ruidosas voces masculinas, Diana Trilling y Bea Himmelfarb Kristol se mantenían firmes (mi madre era en general, aunque no siempre, más reservada). Como cualquier hijo que ha oído las historias de sus padres mil veces, yo gruñía ante la repetición, pero también me daba cuenta de que sus historias eran, de hecho, muy buenas: entretenidas, ingeniosas y también te hacían pensar. Una de las mejores sale en Arguing the world. Cuenta el momento en que mi padre, con orígenes familiares judíos ortodoxos (su abuelo paterno era cantor), le dijo a su rabino después de su bar mitzvá que iba a dejar la shul porque ya no creía en Dios. “Dime”, contestó el rabino. “¿Tú crees que eso le importa a Dios?”

Como en esta anécdota, en las actuaciones el humor judío siempre tenía un lugar central. A mi padre le gustaba contar la historia de un judío que tenía una conversación con Dios. “Señor, ¿es cierto –preguntaba el judío– que en tu escala mil años son como un minuto?” Dios dice: “Sí.” “¿Y es cierto que según tus medidas, mil dólares es como un centavo?” El Señor respondía de nuevo: “Sí.” Y el hombre continuaba: “Señor, soy pobre, ¿puedes darme un centavo?” El Señor contestaba: “De acuerdo. Espera un minuto.” Estaba también la historia del judío que se presentaba como voluntario para servir en la marina israelí. “¿Sabes nadar?”, le preguntaba el reclutador. “Me sé la teoría”, contestaba el hombre. Había muchas, muchas historias de ese tipo.

Sería fácil ver este humor como secundario a la hora de entender a un hombre que era, por supuesto, un pensador profundamente serio, autor de extensos volúmenes de difícil análisis social. De hecho, es absolutamente central. El humor es, por supuesto, una forma clásica de escudo emocional, una manera de huir del dolor y la vulnerabilidad. Pero había mucho más en las historias que contaba mi padre, quien siempre insistía en que no podían reducirse a meros chistes, a comedia del “cinturón Borscht”.

Pensaba de manera profunda en el humor judío, y aportaba la considerable erudición judía que este judío no creyente y en buena medida no practicante logró, pese a todo, acumular a lo largo de su vida. Una de las cosas más bellas que escribió nunca, con demasiada frecuencia descuidada por sus biógrafos, fue el discurso para la ceremonia de graduación que dio en Brandeis en 1991, titulado “Serious thoughts on Jewish humor”. En él, llamó al humor judío “una literatura de la sabiduría que se basa en mil años de experiencia y da una idea de los anhelos humanos y de sus límites”. Y explicó de qué manera esto es profunda e inevitablemente político:

El humor judío es la tensión de dos elementos contradictorios que lo forman: una teología hebrea, que es extremadamente conservadora, y una experiencia yidis, que era intensamente radicalizadora. La teología hebrea lee la naturaleza humana en las historias de Sodoma y Gomorra, de Babilonia y Roma. Ha observado los impulsos amplios y desenfrenados por romper la ley, por desatar el asesinato y el pillaje sobre las poblaciones, por infligir crueldad y sufrimiento a las víctimas, como ha ocurrido –y ocurrirá repetidamente– a lo largo de milenios. Pero la experiencia yidis ha sido radicalizadora, porque ha sido una experiencia de humillación: la humillación de los alumnos judíos en la Polonia de antes de la guerra que tenían que sentarse en los bancos del gueto en la sala de conferencias y prefirieron ponerse en pie, en vez de aceptar su condición; la humillación de que los apartasen de puestos universitarios pese a sus evidentes capacidades; la humillación de ser un paria o un parvenu, un extranjero a menudo en una tierra que no podía ser la suya, al entrar en la modernidad.

Creo que esta es una de las cosas más reveladoras que mi padre escribió nunca sobre sí mismo. Porque era una mezcla de conservador y radical de la manera exacta que se describe aquí. El humor podía ser un escudo, y una actuación, pero también ofrece un atisbo de algunos de los impulsos más importantes tras su escritura y sus ideas políticas.

Empecemos con el conservadurismo. Mi padre tuvo la suerte de nacer en Nueva York, en vez de en los shtetls de sus padres, en lo que hoy es Bielorrusia, así que nunca tuvo una experiencia personal de la horrible violencia del siglo XX (no combatió en la Segunda Guerra Mundial). Pero la muerte de su propio padre, sus experiencias infantiles en el orfanato judío diurno y sus batallas con la depresión en los años cincuenta lo dejaron con un profundo miedo al abandono: al abismo, físico o mental, que a veces podía parecer demasiado cercano.

Después de su muerte, encontré entre sus papeles una suerte de diario largo, escrito después de que su segunda mujer, Elaine Graham, lo dejara. Respira con una angustia completa y penetrante por la pérdida, y sugiere heridas psicológicas muy profundas. Las expresiones se repiten: “siempre desesperado”, “ataque de ansiedad”, “siempre empiezo con la tristeza”. Después de leerlo, solo podía pensar en los versos de Gerard Manley Hopkins: “Oh, la mente, la mente tiene montañas: precipicios de caída / pavorosa, recta, inexplorada por el hombre. Puede tenerlos en poco / quien nunca pendió de ellos.”

A menudo decía que lo que más importaba en la política era el temperamento, y su propio temperamento era sin duda conservador, precisamente por su percepción, nacida de su experiencia infantil y de sus recuerdos de la Depresión, de lo frágiles que podían ser las estructuras de la vida corriente, civilizada. Creo que reaccionó de manera tan fuerte, a los trece años, a la descripción de Berkman de Kronstadt, y siguió evitando el extremismo político toda su vida, por una repulsión profundamente personal contra la violencia y la crueldad que podían superar fácilmente las débiles defensas de la civilización. Una persona de otro temperamento podría haber estado más dispuesta, como tantos comunistas de los años veinte y treinta, a considerar las acciones de Trotski necesarias y quizá incluso a sentir cierto placer salvaje al ver aplastados a los enemigos de la Revolución. Esa clase de placer no existía en el repertorio emocional de mi padre.

Por supuesto, las experiencias políticas de mi padre después de 1932 solo parecían confirmar lo que había sentido por primera vez al leer a Berkman. Había un inimaginable grado de crímenes, pillaje, crueldad y sufrimiento por las purgas de Stalin, y los juicios espectáculo y el Gran Terror, y la guerra y el Holocausto. Incluso después de que el Holocausto terminara y la guerra se ganara, la amenaza seguía. Los estalinistas tomaron el poder en Europa del Este, con más purgas, más juicios simulados, más terror e incluso, al final de la vida de Stalin, la amenaza de la renovada persecución de los judíos.

Derrotar esa amenaza importaba más que nada. Por eso, en los años cincuenta, dedicó tanto tiempo al Congreso por la Libertad de la Cultura, que luchaba para contrarrestar la influencia comunista, especialmente en Europa Occidental. Una década más tarde, detectó algo del mismo exceso temperamental, los mismos “amplios y desenfrenados impulsos por romper la ley” en el radicalismo estudiantil de los años sesenta, y se apartó de él con repugnancia. Pero no estaba más cómodo con las poses ensayadas de “tipo duro” que adoptaban otros intelectuales judíos, sobre todo cuando se convirtieron en la clase de neoconservadores que nunca dejaban de tocar el tambor de la acción militar estadounidense (a menudo se refería a uno de los más destacados utilizando la palabra yidis grobian, que designa a una persona grosera y vulgar).

Pero otra de sus frases célebres era su definición de sí mismo como socialista en economía, liberal en política y conservador en cultura. Ese conservadurismo cultural se expresaba profusamente en su vida personal. Detestaba la mayor parte de la cultura popular, especialmente la televisión y la música rock (aunque, curiosamente, era aficionado al futbol americano televisado). Le horrorizó el amor por los cómics que desarrollé en mi infancia, y cuando vio que era una batalla perdida hizo cuanto pudo por apartarme de la estridente variedad estadounidense hacia el tipo más sofisticado que dominaba en Europa, sobre todo Astérix y Tintín (lo que me puso en camino a mi doctorado en historia de Francia). Aunque promocionaba con entusiasmo a alumnas y compañeras, y se sentía enormemente orgulloso de la crítica literaria de mi madre, su matrimonio era totalmente tradicional en lo que respecta a la división del trabajo doméstico. Adoraba cierta parte aristocrática de lo inglés y decía a menudo que el año que mi madre y él habían pasado en King’s College, Cambridge, en 1988-89, había sido uno de los más felices de su vida. Sentía una atracción igual de profunda por Japón, que adoraba por la elegante simplicidad de su arte y maneras. No era un connoisseur de la experimentación artística radical y extravagante.

Este conservadurismo se abrió paso en su obra, sobre todo en Las contradicciones culturales del capitalismo. Desde sus primeros párrafos, advertía del “desmadejamiento de hilos que en el pasado mantenían la cultura y la economía unidas”, y de los efectos destructivos del “hedonismo” que veía encarnado en la cultura popular. Alertaba de un mundo dominado “solo por el impulso y el placer”. Aunque podía haberse referido de manera más inmediata a la cultura juvenil de los sesenta, me cuesta no oír en sus palabras el eco de los “amplios y desenfrenados impulsos por romper la ley” que consideraba que la teología judía intentaba contener. La ley importaba. El orden importaba. No era un lector habitual de Shakespeare, pero la obra con la que más conectaba era El rey Lear, donde el colapso del orden del reino coincide con el colapso de la familia, el mundo natural y en último término de la mente del personaje que da título a la obra.

Al mismo tiempo, también había mucho radicalismo yidis en él. No se enfrentó a las humillaciones fieras y radicalizadoras que otros judíos habían encontrado antes en Polonia y Rusia. De nuevo, tuvo suerte de nacer en Nueva York, en la época en que caían las barreras antisemitas, y pudo avanzar en instituciones como el Stuyvesant High School, el City College de Nueva York y Columbia, hasta llegar a ser editor en Fortune, y luego profesor en Columbia y Harvard. Otra de sus frases preferidas, humorística pero como siempre portadora de una sabiduría más profunda, era: “Entre Roma y Jerusalén, escojo… ¡Nueva York!”

Aun así, sobre todo cuando salía de Nueva York, se encontraba con su porción de humillación antisemita por parte de los gentiles. No le gustaba hablar de esos momentos, pero los hubo, y dolían. En una fecha tan avanzada como 1985, el historiador británico Hugh Trevor-Roper escribió una carta particularmente desagradable sobre él. “En cuanto a Bell –decía–, cuyo nombre real es, creo, mucho más largo, decidí lo que pensaba sobre él en un congreso en Venecia hace algunos años. Hablaba de ‘futurología’ y se daba muchos aires. […] Tengo un registro (ilustrado) privado del congreso: la mayor parte de las ilustraciones son de D. Bell, en varias formas animales.”

Mi padre podía ser anglófilo, pero nunca intentó convertirse en inglés, como hicieron algunos de sus contemporáneos judíos estadounidenses. Su acento y maneras siguieron siendo, orgullosamente, las del judío de Nueva York. Y a menudo hablaba, con cierto orgullo travieso, de una ocasión en la que él y un amigo irrumpieron con una ruidosa interpretación de “La Internacional” en yidis en el santuario de lo inglés que es el Reform Club de Londres. Para él, la respuesta a la humillación era obligar a la gente que quería excluirlo a que lo aceptara.

Fue este obstinado radicalismo judío la principal razón para que no siguiera a su amigo Irving Kristol hacia el neoconservadurismo. El momento decisivo fue la elección presidencial de 1972. No sentía ningún amor por George McGovern, que a su juicio se había rendido demasiado fácilmente al espíritu de los sesenta y lo que consideraba el carácter antinómico del movimiento juvenil. Desde su época como editor de la revista The Public Interest (que había fundado con Kristol), había desarrollado un claro escepticismo sobre la efectividad de los programas sociales de la Gran Sociedad, y le preocupaba lo que veía como su dogmatismo ideológico y excesos. Pero no podía soportar a Nixon (otro grobian) y, de manera más importante, no podía convencerse de romper con la tradición política que había abrazado por primera vez en su adolescencia, en la Depresión.

Siempre se sintió orgulloso de que su primer voto hubiera sido para el socialista Norman Thomas. La pobreza y desesperación que recordaba de la década de los treinta también eran una especie de humillación, y eso se quedó con él. Siguió siendo, siempre, un gran lector de Karl Marx, a quien describió a menudo como el analista social más profundo que había encontrado nunca. Una de mis posesiones más preciadas es la colección de las obras completas de Marx y Engels en cincuenta volúmenes, publicada en la Unión Soviética, que heredé de él.

A lo largo de su vida el conservadurismo y el radicalismo lucharon en su interior. Pero el momento que mejor encierra esa lucha para mí no tenía nada de humor. Es uno de mis recuerdos tempranos más claros de él, y data de la primavera de 1968. Era profesor en Columbia, que estaba siendo desgarrada por las protestas estudiantiles. A finales de abril estudiantes radicales ocuparon varios despachos universitarios, entre ellos el del rector. Mi padre fue uno de los miembros del profesorado que intentaron mediar entre los manifestantes y la administración de la universidad. Le preocupaba el movimiento estudiantil, temía su lado salvaje y no veía con buenos ojos el hedonismo que asociaba con él, pero aun así no podía evitar simpatizar con su radicalismo político.

Pero la noche del 29 de abril las negociaciones se rompieron, y la policía entró con porras y gas lacrimógeno. Muchos de los alumnos fueron severamente golpeados, y cientos de ellos fueron arrestados. Recuerdo que me desperté a primera hora de la mañana del 30 –tenía seis años en esa época– y encontré a mi padre, totalmente vestido, en el sofá. Había estado despierto toda la noche y lloraba de forma descontrolada.

Quizá esta sea otra de las razones por las que nunca escribió unas memorias. Nunca pudo reconciliar al conservador judío y al radical yidis que vivían en él, nunca pudo decidir desde qué perspectiva juzgar e interpretar los tiempos que había vivido. En otros sentidos, aun así, esta misma tensión (¿las contradicciones culturales de Daniel Bell?) afortunadamente no era tan grave. En su escritura, contribuyó a generar algunas de sus percepciones más importantes y creativas. En política, lo mantuvo sensible a los peligros del extremismo pero también a los riesgos de la injusticia. Y en su vida, no solo impulsaba el humor judío, sino también las infinitas horas de conversación cálida, brillante y maravillosa que recuerdo tan bien. Echo de menos esa conversación. ~

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Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en Dissent.

 

David A. Bell: es profesor en el Departamento de Historia de la Universidad de Princeton. Farrar, Straus and Giroux publicará su más reciente libro, Men on horseback. Charisma and power in the age of revolutions.

 

 

 

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