CINELANDIAS: ‘Atraco perfecto’ (The Killing): el agrio perfume de la fatalidad
Un hado siniestro sobrevuela sobre el devenir de los personajes en esta película de Stanley Kubrick rara y desapasionada. Es una obra estilizada y exacta, seca y punzante.
Ya con El beso del asesino (Killer’s Kiss, 1955) había estrenado Stanley Kubrick sus primeras armas en el género noir, demostrando que era un director al que le interesaba, mucho más que mostrar la realidad, zambullirse en sus repliegues clandestinos, fisgonear allá donde el ojo humano no alcanza, no repara o no se atreve. Si El beso del asesino es una película con catalejo, escrutadora y morbosa, filmada con nocturnidad y alevosía, Atraco perfecto (The Killing, 1956) es una película con caleidoscopio, poliédrica y fiscalizadora, filmada con un ensañamiento matemático que exhala el perfume agrio de la fatalidad.
Enseguida nota el espectador que Atraco perfecto es una película barata. Así lo delata su elenco, recolectado en los andurriales de la serie B, o en los despeñaderos para actores de carácter en horas bajas, con la incorporación del fornido e impertérrito Sterling Hayden, un actor de registro más bien limitado que aquí (sin duda, aleccionado por el director) alcanza unos niveles de atonía expresiva en verdad pasmosos; también los exteriores de la película, entre los que abundan los backlots de derribo, los moteles sórdidos y los aparcamientos de arrabal.
Quizá lo más cautivador de esta rara y desapasionada película sea precisamente el uso que Kubrick hace de esos elementos propios del cine más menesteroso para rodar un ejercicio de estilo que desafía la linealidad narrativa, proponiendo al espectador sucesivas revisiones de un mismo acontecimiento desde distintas perspectivas, como ya había hecho antes Kurosawa en Rashomon.
El protagonista de Atraco perfecto, el Johnny Clay a quien da vida (aunque sea una vida zombificada) Sterling Hayden es una suerte de prolongación del Dix Handley que encarnara el mismo actor en La jungla del asfalto. Sólo que si en la obra de Huston el protagonista escondía, bajo los modales de tarugo, una pudorosa nostalgia de la infancia, aquí se ha convertido en un hombre encallecido por el cinismo, que no siente ni padece, que ejecuta el golpe que él mismo ha concebido como si estuviera ejecutando la más tediosa de las rutinas; y que ni siquiera cuando las cosas se tuercen inmutará su celosa impasibilidad. Diríase que Clay hubiese recibido un telegrama en el que se anticipa la hora exacta de su fallecimiento; y que sólo estuviese llenando el tiempo que lo separa de una muerte que no se le antoja trágica ni liberadora, sino tan sólo una aniquilación de su conciencia a la que desea irse habituando.
El guion es una pieza magistral de relojería suiza que en la sala de montaje estuvo a punto de ser despedazada por exigencias del productor
El dinero de las apuestas del hipódromo, que Clay ha planificado robar, augura una fortuna para él y todos sus compinches, entre los que figuran maderos corruptos, forzudos misántropos con ensoñaciones ajedrecísticas, hasta un cajero del propio hipódromo sojuzgado por una mujer dominadora. La pareja formada por este cajero alfeñique (Elisha Cook Jr.) y su esposa manipuladora y castrante (Marie Windsor) añade a la película alguna secuencia de turbio sadomasoquismo, que hallan su reverso irónico en las que la misma esposa comparte con un amante chulángano (Vince Edwards), ante quien se somete, aterciopelada y sumisa, después de haberle enseñado las garras y vomitado su desprecio al pelele de su marido.
Atraco perfecto cuenta con una fotografía como de radiografía o quirófano firmada por Lucien Ballard, que vacía las almas de sus personajes y las conserva en formol. El guión, basado en una novela de Lionel White, fue escrito sobre todo por Jim Thompson, que repetiría con Kubrick en Senderos de gloria; es una pieza magistral de relojería suiza (por la exactitud en la dosificación del tempo narrativo y por su frialdad gélida), que en la sala de montaje estuvo a punto de ser despedazada por exigencias del productor James B. Harris, temeroso de que los espectadores se embrollaran, con la exposición sucesiva de las circunstancias del atraco desde la perspectiva de cada uno de los participantes en el mismo. Finalmente, Kubrick lograría mantener el orden de las secuencias, a cambio de ceder en la incorporación de una voz en off explicativa que, por momentos, resulta algo cargante o superflua.
Tal vez este sea el único lunar de una obra estilizada y exacta, seca y punzante como las astillas de la madera seca, regida por un hado siniestro que sus protagonistas aceptan sin aspavientos, como si ya se supiesen muertos de antemano e intuyesen que su fortuna y su memoria habrán de dispersarse en el vacío cósmico, como una tremolina de billetes agitados por el viento, y sólo pudiesen mirar su desgracia como miramos el traje que acabamos de ponernos, que nos queda flojo y huele a naftalina… porque en realidad es nuestra mortaja.